Sobre la producción

Fidelidad a la obra y realismo escrupuloso

A finales del siglo XIX, y en plena sintonía con otros movimientos de la época, como el naturalismo, que marcaba una nueva etapa para la novela, la ópera también entró en una fase realista. Como la fotografía o la crónica periodística, una obra lírica tenía que ser el reflejo de la verdad, para así comprender la naturaleza humana y el espíritu del tiempo, una intención que Ruggero Leoncavallo resumió, en boca del «Prólogo» de su ópera I pagliacci, con esa expresión tan afortunada que dice que «el autor ha intentado capturar un retazo de la vida». El verismo en la ópera, pues, consiste en estudiar en la distancia la vida de los demás, sin interferir, como observando por un agujero a través de la pared.

            Puccini también participó del entusiasmo verista, y La bohème es su ópera que con mayor convicción mostraría la realidad del mundo sin fantasías ni final feliz. Pronto se cumplirá un siglo desde la muerte del compositor, y La bohème –ópera que inicialmente fue recibida con tibieza– ha cosechado tal éxito que nunca ha dejado de representarse, a veces con un escrupuloso respeto al libreto, pero en ocasiones bajo licencias modernizadoras, abstractas o incluso disparatadas. Para un director de escena, esa primera decisión es la más importante: ¿hay que atenerse al libreto, que es lo lógico y lo cómodo, o hay margen para reinterpretar la historia de esos jóvenes bohemios en París, consumidos por el frío, el hambre, la enfermedad y el amor, con un enfoque original?

            En su producción estrenada en 2016 en el Teatro Reggio de Turín –el mismo donde la ópera se representó por primera vez en 1896–, Àlex Ollé tomó una decisión radical: la mejor manera de abordar La bohème no era forzando la abstracción o el maximalismo tecnológico, dos recursos que forman parte de su estilo, sino regresando a la crudeza de su naturalismo, incluso al texto de origen en el que se basa el libreto, la novela Escenas de la vida bohemia (1851), de Henri Murger. Su Bohème, pues, aunque tiene detalles actuales –el poeta Rodolfo posee un ordenador portátil, por ejemplo–, no desatiende ni el fondo del paisaje ni de la historia. Aquí está lo obligatorio: un paseo por el corazón de la miseria y el invierno, un descenso a los barrios bajos de París, donde se sitúa la buhardilla que comparten Rodolfo, Marcello, Schaunard y Colline, y el precio que se paga por la libertad; fiel a la letra y al espíritu de la obra, Ollé propone una versión en la que se recrea el ambiente miserable aunque ilusionado del París bohemio, y su contraste con el lujo de la ciudad rica que se reúne para cenar en el moderno café Momus. Como consecuencia de ello, el desarrollo de la obra presta una gran atención al detalle. En La bohème, de forma especial en el primer acto, hay acciones que suceden fuera del salón de Rodolfo y Marcello: Ollé opta por ampliar el espacio, abrir el plano y mostrar también los pisos superiores, la puerta de entrada, la calle. Así, París se abre y se muestra más completo, más perfilado y más natural. Más realista, por tanto.

En ese marco definido, cada progreso argumental, cada matiz de diálogo, cada expresión gestual añade más significado a la historia y consigue lo preciso para una obra maestra como La bohème: una perfecta integración de libreto y partitura que hace que la música, también, brille con una luz intensa, hasta el punto de recuperar esa emoción lejana de la primera vez, cuando conocimos la historia y nos enamoramos con su música.