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Las adicciones de los personajes operísticos

La adicción, en su doble acepción de dependencia de sustancias o actividades nocivas para la salud o el equilibrio mental, así como de afición extrema a alguien o algo, salpica la historia de la ópera. Desde sus mismos orígenes, el género melodramático ha colocado sobre el escenario multitud de patologías adictivas: al sexo, al dinero, al poder, al trabajo, al alcohol, a la cocaína, al juego e incluso al tabaco. Las toxicomanías, la crematomanía o la ludopatía son conductas vitales que, en su esencia más primigenia, persiguen aliviar un problema o dolor psíquico. Ese peligroso y arriesgado juego entre la dependencia y el abuso contiene un gran potencial dramático, es un fértil caldo de cultivo narrativo para la trama operística.

La ingesta compulsiva de alimentos y el consumo excesivo de alcohol constituyen las adicciones más habituales y más aceptadas socialmente y, por tanto, las que se ven reflejadas en mayor medida en los escenarios como fiel espejo de la colectividad. Un ejemplo claro de la unión de ambas lo encontramos en el noble obeso y bebedor Sir John Falstaff, quien, procedente del universo shakespeariano, protagoniza la última ópera de Verdi, la comedia lírica Falstaff (1893). De hecho, desde el mismo inicio de la obra queda definido el carácter fanfarrón, perezoso y hedonista del inglés que se presenta bebiendo cómodamente tumbado en un sofá. También al ámbito giocoso pertenece el personaje del jardinero Antonio, tío de Susanna, en Le nozze di Figaro (1786) de Mozart. En el segundo acto, el propio Figaro, dudando de sus declaraciones, le dice: «Tú estás ebrio desde el amanecer». Aún antes, el primer número musical de The fairy queen (1692) de Purcell nos sorprende con la ingeniosa escena del poeta borracho y tartamudo que canta «¡Volved a llenar la copa!» mientras las hadas se burlan de él en un pasaje repleto de elocuentes onomatopeyas. Y, ya en el siglo XX, en la ópera cómica Albert Herring (1947) de Britten, el rol protagónico se libera de sus ataduras morales gracias a una borrachera fortuita que resulta vitalmente catártica.

En una línea festiva y bulliciosa encontramos decenas de banquetes celebrativos (de bodas, de batallas, bailes, fiestas de disfraces...) bien aderezados con viandas y regados con vino (Don Giovanni, Oberon, Euryanthe, Béatrice et Bénédict, Roméo et Juliette,...Der fliegende Holländer). En ese sentido, son bien conocidos los brindis musicales del primer acto de La traviata (1853) de Verdi («Libiamo ne’ lieti calici», «Bebamos alegremente de este vaso»), de la entrada en el averno del cuarto acto de Orphée aux enfers (1858) de Offenbach («Vive le vin! Vive Pluton!», «¡Viva el vino! ¡Viva Plutón!»), con champán en la opereta Die Fledermaus (1874) de Johann Strauss II («Im Feuerstrom der Reben», «En la hoguera de la vid») o de Cavalleria rusticana (1890) de Mascagni («Viva, il vino spumeggiante», «¡Viva el vino espumoso!»). Los entornos tabernarios también han encontrado acomodo en títulos de todas las épocas (Werther, Boris Godunov, Les contes d’Hoffmann, La fanciulla del West, Peter Grimes...). Además, la presencia del alcohol como tradición o costumbre social suele aparecer muy relacionada con la desinhibición ligada al impulso amoroso. El ejemplo paradigmático lo encontramos en L’elisir d’amore (1832) de Donizetti, en la que el «milagroso» brebaje que anima la monotonía de la vida y que todo el pueblo solicita no es otra cosa que vino de Burdeos, bebida que constituye propiamente un personaje más de la ópera.

La frontera entre un consumo responsable y la dependencia del alcohol no siempre se constata de forma clara en los textos o argumentos, pero porque no siempre es necesario, especialmente si hablamos del terreno bufo. Eso sí, a medida que nos adentramos en un discurso de carácter psicológico y en un contexto trágico concebido en el siglo XX, especialmente en libretos de características expresionistas, encontramos una presencia más contundente y significativa del alcoholismo entendido en su vertiente autodestructiva. La adicción a las bebidas espirituosas caracteriza al menos a un personaje de óperas como El sonido lejano (1912) de Schreker, Street Scene (1947) de Weill, Le Grand Macabre (1975) de Ligeti, Vincent (1990) de Rautavaara, Tres hermanas (1998) de Eötvos, y, especialmente Baal (1981) de Cerha, cuyo protagonista es alcohólico, una patología que le llevará a la muerte. Es curioso el caso del compositor Leoš Janáček, quien incluye referencias a la ebriedad en varias de sus óperas: Jenůfa (1904), Las excursiones del señor Broucek (1920), La zorrita astuta (1924) o De la casa de los muertos (1930). Y, por último, es notable la recurrencia al lugar común del «soldado borracho», que ya se incluye en clave de humor en el primer acto de Il barbiere di Siviglia (1816) de Rossini, pero que, integrado en ambientes sórdidos, se explota en Wozzeck (1925) de Berg, Die Soldaten (1965) de Zimmermann o Alcanzamos el río (1976) de Henze.

Tirando del hilo de personajes consumidores de sustancias nocivas llegamos hasta un título clave, la ópera Porgy and Bess (1935) de Gershwin, que nos enfrenta a las toxicomanías y otras adicciones vinculadas a entornos marginales lastrados por la pobreza. Un grupo de hombres apostando en un juego de dados nos recibe en el puerto de Catfish Row, localidad de Carolina del Sur en la que se sitúa el argumento. Bess y su pareja Crown consumen habitualmente alcohol y cocaína que les proporciona el traficante Sporting Life, lo que les ocasiona continuos problemas interpersonales con los habitantes del pueblo. Las múltiples dependencias de Bess, incluyendo la sexual hacia Crown, ayudan a retratar a un personaje manipulable y de voluntad débil. Víctima de la sociedad machista en la que vive, la intensa lucha interior contra sus impulsos cataliza la acción. Además, la fragilidad de Bess es aprovechada por otros personajes: «El viejo Sporting Life te da el polvo para que ahuyentes la tristeza de la soledad».

En las óperas Il segreto di Susanna (1909) y Angels in America (2004) encontramos otras tipologías femeninas con problemas derivados de la adicción, en mayor o menor grado, a elementos tóxicos. La primera, con música de Wolf-Ferrari y libreto de Enrico Golisciani, se recrea en las divertidas situaciones que provoca la condesa Susanna ocultándole a su reciente marido, el conde Gil, que le gusta fumar cigarrillos. Ante los signos evidentes del tabaquismo en la casa, y sin pensar por un momento que su mujer pueda esconder semejante vicio, el conde concluye que ella tiene un amante, lo que provoca toda suerte de enredos y malentendidos. La segunda, con partitura de Eötvos inspirada en la obra teatral Angels in America de Tony Kushner, nos sitúa en un contexto realista absolutamente diferente que pone el foco de atención en algunas de las lacras de la «vida moderna». El libreto describe la neurosis norteamericana en los convulsos e inciertos años noventa del pasado siglo XX. Una de las protagonistas es Harper, la esposa de un abogado mormón que sufre ansiedad y depresión. Como consecuencia, es adicta al Valium.

Y si hablamos de prototipos femeninos con comportamientos desequilibrados y tendentes a las adicciones, nos encontramos con Manon, personaje procedente de La historia del caballero Des Grieux y Manon Lescaut (1731) del abate Prévost. La cortesana, de conductas consideradas amorales, resultó un escándalo para la época, por lo que la novela fue prohibida. Precisamente esas cualidades tan pasionales y humanas atrajeron al público y llevaron a Manon a la fama. De hecho, su historia ha sido adaptada al terreno operístico al menos en cuatro ocasiones. Manon Lescaut (1856) de Auber, Manon (1884) de Massenet y Manon Lescaut (1893) de Puccini nos presentan a una mujer que es incapaz de vivir sin lujos, y esa particular adicción a la riqueza y a las comodidades condiciona su existir y su final. También los juegos de azar tienen peso en ambos argumentos: en Auber, Lescaut pierde todo lo que apuesta, incluyendo los ahorros de Manon, aunque consigue esquivar el escándalo y la vergüenza; en Massenet el juego es la causa de la detención y encarcelamiento de los amantes, y en Puccini sirve como distracción del hermano de Manon y del tesorero real para que los enamorados escapen juntos. Pero en Boulevard Solitude (1952) de Henze las tendencias adictivas se acentúan, especialmente en Des Grieux, de quien ya sabemos que vive absolutamente enganchado a ese amor tóxico por Manon, pero que, al final de esta ópera, se convierte incluso en cocainómano para olvidar el turbulento pasado de la pareja.

Al adentrarnos en el reflejo de la ludopatía en la ópera, y de la misma forma que ocurre con el alcohol, saber dónde está el límite entre lo estadísticamente habitual y lo patológico no es tarea fácil. Por ejemplo, las partidas de naipes están presentes en momentos clave de títulos como Carmen (1875) de Bizet, La fanciulla del West (1910) de Puccini, El amor de las tres naranjas (1919) de Prokofiev, Intermezzo (1924) de Richard Strauss y, sobre todo, en la inconclusa Los jugadores (1942) de Shostakovich, en la que un jugador tramposo es esquilmado por otros más tramposos aún. Por otra parte, el juego de los dados aparece en Robert le diable (1831) de Meyerbeer. Y no podemos olvidar que la mecha que enciende toda la trama de Così fan tutte (1790) de Mozart no es más que una apuesta. Incluso al propio compositor se le atribuye una irrefrenable y compulsiva ludopatía con las cartas, el billar y el ajedrez.

También el escritor Dostoyevski padeció adicción a la ruleta durante su estancia en Wiesbaden, experiencia reflejada en su novela El jugador (1867), que Prokofiev convirtió en ópera en 1917. Además, encontramos en varias ocasiones el binomio alcohol-juego, como en Apogeo y caída de la ciudad de Mahagonny (1930) de Weill, en la que Paul pierde todo su dinero a causa de las apuestas en un combate de boxeo. Sin embargo, sigue pidiendo bebida aunque no puede pagarla. En Tha rake’s progress (1951) de Stravinsky, Tom, que no tiene límites con el alcohol, se juega su destino a las cartas. Y aunque nos salgamos del ámbito vocal, es imprescindible mencionar El juego de cartas, ballet a tres manos (1936-1937) del mismo compositor ruso, que está inspirado en el póker y cuyo protagonista es el Joker.

Pushkin escribió en 1833 un relato con elementos sobrenaturales sobre la avaricia, la competitividad y el riesgo que tituló La dama de picas. Halèvy y Suppé se fijaron en él en 1850 y 1864, respectivamente. Años más tarde, en 1890, Chaikovsky y su hermano Modest convirtieron la narración irónica de Pushkin en un melodrama romántico: Hermann busca llenar su vida sin sentido a través del juego, pero la pasión por apostar es tan fuerte que Lisa, profundamente enamorada de él, se quita la vida al constatar que tiene más poder la ludopatía que el amor. Para Chaikovsky, La dama de picas era la gran tragedia de dos personajes, Hermann y Lisa. Y es que, también en la escena han de ponerse de manifiesto, como en la vida real, los grandes peligros que conllevan las adicciones.