Sobre la producción

Opulencia y locura en una Rusia tempestuosa

Algunos de los adjetivos más utilizados para describir la producción de Pikovaia dama que diseñó el director de escena belga Gilbert Deflo a principios de este siglo —y que se pudo ver en el Liceu por última vez al final de la temporada 2009/2010— son exuberante, lujosa y opulenta: nada más alzarse el telón, en el primer cuadro de la ópera se muestra el parque en el que Hermann sabrá por primera vez el secreto para ganar en los juegos de cartas, y allí observamos una producción a la antigua usanza, con decorados pintados que representan un atardecer rosado que terminará derivando en tormenta furiosa y enormes grupos de figurantes vestidos a la moda de la Rusia de los zares: uniformes militares generosos en detalles, vestidos de dama de la alta sociedad que parecen de seda, árboles y falsas barandas de mármol. En una época en la que la dirección de ópera ha tomado definitivamente el camino de la posmodernidad —y al público se le presentan las viejas obras con recursos tecnológicos novedosos, interpretaciones conceptuales y decisiones cronológicamente imposibles—, esta versión de Pikovaia dama es lo que se diría una producción retro, pensada y desarrollada a partir de que lo que indica el argumento al pie de la letra, así como tomando como fuentes primarias el texto original de Pushkin del que emana el libreto y las producciones que, a lo largo de las décadas, se han hecho de la ópera, y que elevan esta pieza de Chaikovski al pódium de las más queridas del repertorio ruso. Es como si en el ánimo de Deflo —un director de escena que, por otro lado, ha tomado muchas veces decisiones polémicas no siempre al gusto del público y la crítica, como en sus producciones de L’Orfeo de Monteverdi e Il trovatore de Verdi— estuviera regresando por una vez a la tradición, respetando una particular línea evolutiva con la que los teatros de toda Europa han aprendido a amar una ópera sin apenas dobles sentidos.

La acción de Pikovaia dama se sitúa a finales del XVIII, en San Petersburgo, bajo el reinado de la zarina Catalina la Grande. El tiempo de la acción no es importante, realmente, y la misma historia —que trata sobre la caída grotesca de un militar cegado por los juegos de azar, y que en su obsesión renuncia al amor de su vida y a su propia salud mental— podría ser llevada a otros lugares, otros tiempos, incluso podría adaptarse con un lenguaje simbolista, surrealista o posmoderno. Pero el libreto es a la vez preciso en detalles y momentos —al final del tercer cuadro la misma Catalina entra en escena, se representa un ballet con claras reminiscencias de los tiempos de Mozart, etcétera—, y cualquier decisión que no se corresponda con la fidelidad a la letra puede quedar muy comprometida si no se toman las decisiones con valentía. Pikovaia dama pertenece a un tiempo de la ópera europea —la de Puccini, Giordano, etcétera— en la que el afán de precisión era alto, y eso sigue condicionando todavía, en gran medida, las producciones actuales. Son anclas que mantienen viva la tradición.

Esta producción, pues, es fiel al texto y al espíritu clásico. Es, por tanto, lujosa, opulenta, exuberante a medida que van pasando los actos y los cuadros: en el primero estamos en el parque, y en el segundo en las habitaciones de Lisa, con grandes plafones de madera, cortinas suntuosas y una cama noble. En el tercer cuadro se nos presenta el interior de un palacio, y en el cuarto los aposentos de la anciana condesa, y en ese momento es cuando la producción empieza a girar hacia la oscuridad y toma elementos más propios de una pesadilla gótica. La cámara de la condesa se muestra tupida, polvorienta y oscura, como si fuera el refugio de una bruja. Hermann, que en su popular escena de la tormenta ha empezado a obsesionarse con el secreto de la anciana —esas tres cartas que desbloquean el secreto para ganar en el juego—, arrastra ahora consigo el mal fario, a su alrededor todo es negritud e inquietud. En el tercer acto, la producción recuerda a las viejas películas de terror y a los grabados de los libros clásicos de literatura fantástica: el amor ha sido vencido por la irracionalidad, la luz ha sido arrinconada por la oscuridad que nubla la mente de Hermann.

Uno de los aciertos de la producción de Deflo está, pues, en cómo la obra se desplaza con naturalidad de lo estable y lo sólido a lo inestable y lo caprichoso, y en ese aspecto es importante la dimensión psicológica que incide en la dirección de los cantantes, a los que se les debe exigir un alto nivel de interpretación dramática. Un buen Hermann en esta producción debe aparecer siempre con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, cada vez más empujado al abismo por su absurda irracionalidad; una buena Lisa debe, en consecuencia, alternar la mirada piadosa con la expresión derrotada de quien tiene el corazón roto y no sabe cómo todo se ha venido abajo tan pronto. Al final, todo confluye para completar un montaje altamente satisfactorio, donde la historia es la protagonista, donde el director de escena hace todo lo posible para que esta se presente con claridad, y que nos ofrece suntuosos decorados, un vestuario impresionante y unas caracterizaciones creíbles para, en definitiva, disfrutarla al máximo.