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Una noche fantástica entre sueños y pesadillas

No existe una partitura definitiva de Les contes d’Hoffmann: Offenbach, que falleció en 1881, dejó inconclusa su ópera –pues su propósito era sumarle más historias– y sin indicar detalles sobre cómo se debiera contemplar exactamente el conjunto ya finalizado sobre un escenario. Las cinco partes existentes –los tres actos, el prólogo y el epílogo–, aunque quedaron prácticamente cerradas, a veces se ven sometidas a revisiones musicológicas en las que se recuperan y eliminan fragmentos concretos, convirtiendo en cierto modo cada representación en toda una sorpresa y novedad. La versión de Laurent Pelly se adapta al que había sido el orden primigenio propuesto por Offenbach –primero el episodio de Olympia, luego el de Antonia y finalmente el de Giulietta–, así que es en gran medida la más fiel a las intenciones narrativas del autor. Además, respeta el deseo de Offenbach de abandonar la ligereza y la fugacidad de la opereta para adentrarse en el espacio serio y trascendente de la gran ópera, de ahí que Pelly haya buscado compensar la suntuosidad de la música con la profunda oscuridad en esa noche donde Hoffmann vaga en busca de las mujeres que adora.

Pelly recurre a la idea del viaje onírico del protagonista, un recurso narrativo siempre eficaz para dibujar una zona borrosa donde parecen confundirse la fantasía y la realidad. Toda la ópera transcurre casi a oscuras, en espacios reales –la taberna en la que Hoffmann espera la llegada de su amada de carne y hueso, Stella–, pero también en la cabeza del poeta. El salto de la realidad a la imaginación, en cambio, no implica un contraste de luz y de color: es de noche mientras Hoffmann bebe, y la luz se resiste a irrumpir en los tres episodios. La escenografía permite una transición rápida entre las diferentes escenas –e incluso entre cuadros y localizaciones en el mismo acto– con un uso inteligente y ágil de los decorados móviles, pero siempre se percibe la presencia inquietante de un fondo negro o una sutil iluminación de los interiores, donde domina la penumbra en lugar de la luz.

Quizás resulte importante indicar que Les contes d'Hoffmann, a pesar de la merecida fama como ópera alegre y exuberante en sus partes de canto y texturas orquestales, no es exactamente una comedia. Su personaje central es un escritor en crisis que recorre los bajos fondos de París, y el final no es en absoluto feliz, pues aunque triunfa el arte, se desvanece para siempre su ambición personal de un amor supremo. Los capítulos de Olympia, Antonia y Giulietta, a su vez, también acaban mal, marcados por el desengaño, la muerte o el olvido. Eso es lo que ha llevado a Pelly a compensar su tendencia natural al color y la caricatura cuando ejerce como director de escena –como ocurre en sus aclamadas producciones de Cendrillon o La fille du régiment, un montaje habitual en el Liceu–, mediante pinceladas de pesadilla. Hay, por supuesto, detalles de elegancia, estilo e ingenio: en el vestuario de época, en los movimientos hilarantes y muy logrados de la autómata Olympia, en la ampliación del espacio en casa de Antonia. Pero también se observa el contraste oscuro, como de pesadilla, que realza la cualidad romántica de la ópera, le aporta un matiz serio –como Offenbach quería– y permite al espectador entrar en la historia enteramente, tanto en sus aspectos fantásticos como en su lectura secundaria casi pesimista, exponiendo que los sueños pueden ser maravillosos, aunque siempre nos despertamos en la realidad.