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El término «Viena 1900» ha llegado a convertirse en un auténtico naming-branding para resumir una suerte de alineación astral artístico-científica, que solo rivaliza con la Florencia del 1400

Pues no..., no la había leído (y aún no he acabado...), me refiero a la inmensa novela El hombre sin atributos del austriaco Robert Musil. Pero así son las coincidencias; entregado a la novela como estoy, el Liceu me solicita amablemente un texto, y si hay alguno que tenga relación con la Viena de 1900 (y la Ariadne auf Naxos de Hofmannsthal-Strauss), es esa novela. Pongámoslo así: el término «Viena 1900» ha llegado a convertirse en un auténtico naming-branding para resumir una suerte de alineación astral artístico-científica, que solo rivaliza con la Florencia del 1400. Tras esa etiqueta encontramos un auténtico melting pot de personajes, obras, talentos, cualidades y atributos que a continuación mencionaré –evidentemente– de manera superficial; todos los cuales vivieron y trabajaron allí en esas décadas prodigiosas del cambio de siglo. Intentémoslo.

Comencemos con el «inspirador» de Einstein, Ernst Mach y su rabioso ataque a toda metafísica, al «absurdo» del alma y a la «monstruosidad» de la «cosa en sí»... Esta referencia machiana, en donde prima la experiencia y la sensación por encima de toda consideración del «alma libre», sirve a intelectuales como Alois Riegl para comprender la historia del arte ­–¡oh, primicia!– como una historia de «estilos», es decir, una serie de sensaciones encarnadas en forma de voluntad artística –Kunstwollen– que alcanza unas formas y unas estructuras en cualquier seno social y colectivo. Esas formas y estructuras son explicables –¡también por primera vez!– a través de leyes perceptivas –la Gestalt–, naciendo entonces una psicología de las formas que permitiría decir que no hay arte ni bueno ni malo, puesto que toda sociedad no hace más que seguir su propia voluntad de la cual surgen sus formas artísticas en sus psiques perceptivas. O, digámoslo mejor: «A cada tiempo, su arte, y a cada arte, su libertad» y con ello hemos topado con el lema de Klimt y los secesionistas de la misma ciudad. «Secesionistas» porque habían abandonado la vieja Asociación de Artistas Austriacos en favor de unos afanes renovadores artísticos y artesanos que harían frente a una realidad industrial, científica y físico-matemática que día a día conquistaba, justamente, a ese tiempo y libertad el naciente siglo.

Y con esto ya hemos dado nuestra primera voltereta, hemos ido del físico-matemático Mach a la sustitución del alma por la «sensación»; de allí al «estilo» como categoría omniexplicativa de sensaciones-voluntades que han sido formalizadas y explicadas por leyes perceptivas; de allí a un nuevo estilo –el modernismo vienés– que busca en el pasado para crear un futuro que haga frente a una sociedad burguesa cuyo pensamiento está siendo modelado por aquella misma racionalidad físico-matemática. ¿Cómo puede autopercibirse un ser sensible ante tales volteretas? Pues..., algo así como «sin atributos»... Leamos a Musil y su atribulado personaje vienés:

Al entrar Ulrich en las aulas donde se enseñaba la mecánica quedó entusiasmado. ¿Qué importancia tiene el Apolo de Belvedere, cuando se ponen delante de los ojos las formas nuevas de una turbodinamo, o el mecanismo de distribución de una locomotora? [...] El mundo es sencillamente cómico, si se le considera desde el punto de vista técnico, privado de practicidad en todas sus relaciones humanas, extremadamente inexacto y antieconómico en sus métodos; y quien esté acostumbrado a resolver sus asuntos con la regla de cálculo no puede tomar en serio una buena mitad de las afirmaciones de los hombres.

Y a pesar de que la ciencia y la técnica le entusiasman, también lo hace la filosofía, la literatura, el arte, la música, la historia... Pero un día,

Ulrich se cansó de ser una esperanza. Podía decir solamente que se sentía más lejos que en su juventud de aquello que había querido ser, si es que en realidad lo supo alguna vez. Veía con asombrosa nitidez toda la capacidad, atributos y aptitudes menos la de ganar dinero, porque nunca la necesitó, que tiempo atrás había apreciado en sí mismo, pero había perdido la posibilidad de aplicarlos.

¿Qué nos quiere entonces pintar Musil con este personaje de la Viena 1900? Pues la paradoja de un momento que se asemeja –como nos dice el autor– a un «semáforo»: un objeto inamovible que administra –fría, técnica y racionalmente– el tiempo y el cambio. Volveremos a él, pero, por el momento, retomemos nuestra voltereta y ampliémosla.

Habíamos dejado a los secesionistas «matando al padre» academicista. Tanto este Edipo como el universo mítico de Klimt (lleno de serpientes, gorgonas, Teseos, minotauros y Ateneas) hace resonancia con la publicación de La interpretación de los sueños, porque decir Viena 1900 es decir Freud y su ciudad. Y lo dijo al llegar a Londres (mientras el austriaco Hitler hacía su entrada en aquella), es una ciudad que ha odiado con intensidad durante cincuenta años, pero que «... a pesar de todo, he amado mucho esa prisión de la que acabo de salir». El hecho es que descubrir –definitivamente– que «la palabra cura» facilitó la terapia al bohemio-vienés Gustav Mahler, que acudió [a la que acudió [la terapia]/que acudió a la ciudad(?)] cuando su esposa (antigua musa de Klimt), Alma Mahler-Schindler, no hacía sino pensar en su «señor X», el arquitecto Walter Gropius. También es fácil demostrar que la Bauhaus que fundaría Gropius heredó los logros de los arquitectos vieneses secesionistas Olbricht, Wagner y Hoffmann, quienes intentaban fundir arte y artesanía en una suerte de arte total. Pero ¡ojo!, todo lo anterior había de sazonarse con las ideas del vienés Adolf Loos, que en su texto Ornamento y delito liberaba la arquitectura de la «metafísica» decorativista, desnudando fachadas y paredes para, finalmente, sustituir la dupla «forma-contenido» (de naturaleza lingüística) por la moderna «forma-función», es decir, el «diseño» tal como lo entendemos aún hoy día.

Y así, recordemos entonces que Alma calló y acompañó a Gustav hasta su muerte –al igual que su alumno dilecto Schönberg y su círculo vienés Berg y Webern–, pero antes de reunirse con Gropius sería cortejada por el alumno salvaje de Klimt, el vienés Oskar Kokoschka; con tantas letras k como Musil ironizara respecto al envejecido Imperio al que llamaba Kakania. El Imperio Austro-Húngaro era, tras casi setenta años, descrito –escatologías aparte– como k-k, kaiserlich-koniglich (imperial-real); una constitución liberal con un sistema de gobierno clerical que oscilaba entre el parlamentarismo y el absolutismo. Un sistema agotado y sin salida. Musil lo escribe:

Kakania fue precisamente eso [...] el Estado que se limitaba a seguir igual [...], donde se disfrutaba de una libertad negativa [donde] se fantaseaba sobre lo no realizado.

Esta nueva voltereta Klimt-Freud-Mahler-Schönberg-Alma-Hoffmann-Kokoschka-Musil-Kakania abarca seres que se aman y se odian, sufren y se complacen, en una ciudad que en ese momento poseía 1,7 millones de habitantes (Londres 4,5; París 2,7, y Berlín 1,9) y que había triplicado su censo gracias a una considerable inmigración que suponía un 46% de personas que habían llegado allí desde cualquier otra parte de Europa. Un melting pot, hemos dicho, una auténtica olla de atributos y cualidades que hierven y se entremezclan. Pero, aún faltan muchos ingredientes...

Es fácil imaginar Viena como una moderna Babel (podía escucharse allí el alemán, húngaro, checo, esloveno y otras lenguas eslavas) y con ello concedamos a la palabra la preocupación principal. Ya se dijo que la palabra «cura», pero también en manos de un vienés como Weininger es capaz de dividir la opinión pública (Sexo y carácter es la exposición del genio masculino frente a la nada femenina...); en manos de Kraus, la palabra ilustra y satiriza (su revista Die Fackel era un termómetro inteligente y crítico de la ciudad); en manos de un filósofo y un poeta como Wittgenstein y Hofmannsthal, la palabra acaba por autoimponerse el silencio como norma. Tanto el Tractatus como la Carta a Lord Chandos son el reflejo de que el análisis inteligente lleva a la angustia; y la angustia al silencio. El primero Wittgensteinnos invita a habitar en el lenguaje como un Bild (cuadro) o, si se quiere, verlo como una técnica «pictórica» y por ello de lo que no se puede mirar –perdón, hablar...– es mejor callar... Por el otro lado –Hofmannsthal ficciona que Lord Chandos recibe, en 1603, una misiva de Francis Bacon declarando haber perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre cualquier cosa».

Y lo mismo hace nuestro Ulrich, hombre sin atributos. En un lugar pleno de talentos y cualidades; en una metrópolis que respira física y matemáticas; arte y artesanía; medicina y psicología; lógica y filosofía; en una ciudad rebosante de atributos, el «semáforo» le suspende toda actividad para dejarlo, expectante, preguntándose:

¿Qué es, pues, lo que se ha extraviado?

El siglo, o más... Una época que ha sacrificado la metafísica en aras de la sensación, la sensación se ha hecho forma e imagen, la imagen se ha vuelto palabra; y la palabra angustiada ha llevado al filósofo y al poeta al silencio.

Pero en medio de todas esas volteretas hay un hombre bávaro, un burgués tranquilo y ensimismado, casado con una mujer más bien vulgar, alguien que aprecia el tiempo y el dinero, un personaje enigmático (que visitó Barcelona hasta cuatro veces, entre 1897 y 1925...), un antihéroe, un Ulrich..., es decir, un personaje que podría decirse «sin atributos» evidentes –pero que los posee a raudales– y es director de la Ópera de Viena. Es Richard Strauss, detenido ante el semáforo de la historia de la música decidiendo si continuar con los logros técnicos y estéticos de Salome y Elektra o retomar el camino que su amigo, el poeta Hofmannsthal, le propone: «una armonía de nociones definidas y ordenadas». Basta con leer la carta donde un «burdo» Strauss le cuenta a un «refinado» Hofmannsthal, lo que tiene en la cabeza como nueva ópera:

alguna divertida pieza de amor e intriga [...] una intriga de amor diplomática en el marco del Congreso de Viena, con una espía genuinamente aristocrática como personaje principal la hermosa esposa de un embajador, traidora por causa de amor, explotada por un agente secreto, o alguna cosa bien divertida así

y Hofmannsthal responde:

Las cosas que me propone son para mi gusto verdaderamente horrendas y le quitarían a uno de por vida las ganas de meterse a libretista no a cualquiera sino a mí en lo personal. Pero, sabe usted, es mejor no molestarnos, pues el tipo de cosa que tiene usted en la cabeza no podría producirla yo jamás ni con la mejor voluntad del mundo; aunque quisiera; no saldría [...] decida usted ahora si está dispuesto o no a decorar con música esta adaptación mía de la comedia de Molière...

Como es sabido, de diatribas como estas surgieron Der Rosenkavalier, Le bourgeois gentilhomme y Ariadne auf Naxos, el fruto del encuentro feliz entre el burgués nuevo rico y el esteta aristócrata hastiado en una ciudad plena de atributos que estrena un nuevo siglo.

* * *

Acabaré entonces la novela de Musil, estando atento a ese breve momento en que –estirando la metáfora– el amarillo del semáforo pide cautela ante el fértil verde de proyectos humanos. Eso es la Viena de 1900, una metonimia de una Europa que, ya lo sabemos..., de rojo sangre teñirá íntegros sus campos. Dos veces.