Sobre la producción

La ceremonia de la confusión

“Katie Mitchell añade a la confusión musical de la ópera una sombra de duda sobre el rol que representa cada personaje: ¿es el compositor una mujer?, ¿es Zerbinetta gay?”

 

Ariadne auf Naxos seguramente nunca entraría en la categoría de comedia de enredo, pero sí es una ópera en la que se produce una confusión deliberada y constante. De repente, en el mismo escenario conviven una representación dramática, de tema mitológico, centrada en temas de alta importancia moral, junto con una opereta frívola con momentos de baile, pantomima y pirotecnia vocal servidas por el personaje de Zerbinetta. Para Strauss y Von Hofmannsthal, la intención primera de Ariadne pasaba por reunir de nuevo en la ópera dos tradiciones que se habían separado a finales del siglo xvii, la seria y la bufa. También era una manera de poner al propio género frente a un espejo deformante: el gran entretenimiento burgués de finales del cambio de siglo, que había perdido cualquier tipo de sentido del humor, podía regresar fugazmente a un tiempo en el que había sido popular, divertido y desprejuiciado. Sin ceder ni un ápice de calidad, Ariadne auf Naxos consigue, por tanto, unir la alta y la baja cultura, el presente y el pasado, el arte profundo y el pop; como el dios Jano, tiene una cara severa y otra que sonríe, y la una es indisoluble de la otra.

Este planteamiento fundamental es el que más parece interesar a Katie Mitchell, que hace suya la idea de que no hay límites, de que todo vale y todo está por hacer. Mitchell es una directora habitual en el festival francés de Aix-en-Provence, donde se estrenó esta producción en 2018, y a quien en el Liceu conocemos por su montaje de Lessons in Love and Violence, de George Benjamin, estrenado la pasada temporada. En Ariadne auf Naxos, para crear esa sensación de confusión inherente a la obra, su propuesta escénica pasa por presentar el salón de la casa del hombre más rico de Viena no como un espacio ampuloso y amplio, sino como una sala estrecha en la que los personajes nunca pueden encontrar un espacio propio.

Así, las dos obras se entremezclan continuamente. Y aunque musicalmente se pueden distinguir y en escena se diferencian gracias a códigos de movimiento y color particulares —Ariadne, Bacchus y las tres ninfas son personajes casi estáticos, como corresponde a la ópera seria, mientras que Zerbinetta y sus boys de vodevil son puro movimiento, intensificado por las bombillas que iluminan sus ropas cuando cantan y bailan—, llega un momento en el que no queda claro dónde comienza un tipo de ópera y dónde acaba la otra. Katie Mitchell sugiere que es del caos de donde emergen las ideas valiosas que renuevan el arte.

Esa ceremonia de la confusión y del cuestionamiento de la norma se extiende a otros aspectos de la producción, que parece mostrar continuamente códigos escénicos que nos corresponde interpretar y situar en un contexto actual. Por ejemplo, el personaje del compositor —que Strauss decidió escribir para mezzosoprano para evitar que su esposa sintiera celos, ya que Von Hofmannsthal había propuesto que durante la ópera se percibiera una clara tensión sexual entre él y Zerbinetta— se transforma en compositora en esta producción, y su conexión con la soprano ligera, pues, da pie a pensar en una relación lésbica. Por otra parte, el papel del maestro de baile de la compañía bufa es un travestido —¿o acaso un transexual?— que hace equilibrios sobre dos vertiginosos zapatos de aguja, y en un giro con mucho significado, los dos personajes silenciosos de la ópera —el hombre más rico de Viena y su esposa, que Mitchell incorpora como extras, ya que nunca figuraron en el libreto original de Von Hofmannsthal— intercambian sus ropas en un claro ejercicio de cross-dressing: ella viste con traje de varón, como si fuera una predecesora de Marlene Dietrich, y él asiste a la representación ataviado con un vestido rojo de noche, escotado y sin mangas.

Katie Mitchell no solo hace suya la distinción entre alta y baja cultura —también hay que fijarse en cómo representa a las dos compañías, clásica y formal a la de ópera seria, y como una panda de hípsteres a la de la commedia dell’arte—, sino cualquier forma de mezcla líquida en cuestiones relacionadas con la sexualidad y la presentación pública de hombres y mujeres. En ese aspecto, la directora introduce un matiz interesante en el personaje de Ariadne, ya que no solo es abandonada por Teseo en Naxos, sino que también está embarazada. Durante la representación, en la que Ariadne lucha contra el deseo de morir, también asoman cuestiones sobre el aborto, la vida y la muerte, que quedan resueltas en los minutos finales, cuando finalmente da a luz. Ese bebé, símbolo de la vida nueva, es también un resumen moral de la ópera: la creación es el producto del conflicto entre opuestos, de la mezcla y de la confusión, no hay formas puras, sino que la vida, como el arte, es un laboratorio de ideas y opciones en el que todo es posible, y corresponde al público decidir qué prefiere: si el camino rígido de la tradición, el camino conflictivo de la subversión o la vía intermedia en la que historia y futuro se dan la mano.