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Poder y amor en el canto del cisne de Claudio Monteverdi

Más allá de la convicción de que el Amor es el verdadero y real gran poder, de las ansias de voluntad de poder mostradas por los personajes o de la lectura simbólica proveneciana del argumento del libreto, no es menos verdad que en la Poppea también se trata una peligrosa temática como es la del poder destructivo del amor y que puede ser destructor de la propia sociedad.

Aunque haya sido en el siglo XX cuando la filosofía, especialmente de la mano del francés Michel Foucault (1926-1984), ha querido profundizar más en la reflexión relacionada o vinculada con el poder, no es menos verdad que la relación entre el poder y la filosofía se remonta a muy atrás, incluso a muchos siglos antes de la publicación de los jugosos y siempre terriblemente interesantes estudios foucaultianos sobre los mecanismos del poder y la hipotética insurrección de los saberes. Le llamamos filosofía cuando, perfectamente, podríamos escribir la definición, bastante molesta en nuestros días, de «manifestaciones del espíritu humano», que es una forma de abarcar en una única categoría el cultivo de la literatura, las artes plásticas, el cine y, como no, de la ópera.

Nos podemos remontar a una fuente de la Antigüedad clásica, como lo son los Anales (II d. C.) del historiador y senador romano Gayo Cornelio Tácito (ca. 54-ca. 120), exactamente en los capítulos 52-56 de su Libro XIV, donde se nos cuenta la caída del filósofo cordobés Lucio Anneo Séneca (ca. 4 a. C.-65 d. C.) como consejero áulico del emperador Nerón (37-68). Pero eso no es todo: esa caída acarreó el suicidio del filósofo estoico. Esta fuente, junto a De vita Caesarum (Las vidas de los doce césares, 121 d. C.) de Suetonio (ca. 76-ca. 140), constituyeron las bases para la redacción del libreto del dramma per musica L’incoronazione di Poppea (1643). Este libreto fue creado por Giovanni Francesco Busenello (1598-1659) y Claudio Monteverdi (1567-1643) lo musicó parece ser que ayudado, eso sí, por otros compositores más jóvenes como por ejemplo Benedetto Ferrari (1597-1681), Francesco Sacrati (1605-1650) y Filiberto Laurenzi (siglo XVII). No debe extrañarnos nada esta contribución en una obra colectiva donde, si hacemos un equivalente con las artes pictórica o escultórica, el supervisor y último responsable era el reputado genio cremonés, que, desde el año 1613, ocupaba el prestigioso cargo de Maestro de Capilla de la Basílica de San Marcos de Venecia después de haber estado al servicio de la corte de los Gonzaga en el periodo comprendido entre los años 1590 y 1613. Quizás sea la aportación de estos compositores más jóvenes la que más ayude a comprender la gran modernidad en un compositor septenario de una propuesta donde, una vez más, Claudio Monteverdi indagó en el viejo sueño del programa cultural renacentista de querer componer unas obras teatrales con la presencia de música, una vez sabido que la interpretación de las grandes tragedias de la Antigüedad clásica de autores como Esquilo, Sófocles o Eurípides incorporaba, en su época, algún tipo de cantilena.

Sin embargo, en esta Incoronazione no solo se siguió indagando en la propuesta de la llamada Seconda prattica, en la que se priorizó la monodia acompañada con el uso del bajo continuo, propia y característica del Barroco. Monteverdi, como sabemos, supo llevar esta práctica hasta las últimas consecuencias y máximas cotas de expresividad, cosa que lo condujo a la elaboración de un inconcluso tratado teórico, escrito entre los años 1630-1634, titulado Seconda prattica, overo Perfettione della moderna musica, que, desgraciadamente, no nos ha llegado. En L’incoronazione, no obstante, no solo nos tenemos que referirnos a una práctica que ya localizábamos en la favola in musica L’Orfeo (1607), sino que quiso priorizar la cuestión referida a la inteligibilidad y comprensión de un texto de una calidad literaria excepcional que es la que ha llevado a situar a Busenello, al margen de su colaboración como llibretista en cuatro óperas más de Francesco Cavalli (1602-1676), como algo parecido a ser el primer llibretista profesional de la historia de la ópera. Si esto nos parece exagerado, sí que podemos decir que Busenello fue el primer compositor en querer tratar una temática histórica, como fue el capítulo relacionado con la relación adúltera entre el emperador Nerón y Poppea, ca. 60 d. C., además del ya citado suicidio de Séneca. Pero esto no es todo.

Busenello se inmergió, implícitamente y de lleno, en el tratamiento de una temática referida al poder. Pero no solo del poder político, sino que me atrevería a decir del poder que perdura más allá de los dominios de la voluntad humana. ¿Cuál es ese poder? El que, precisamente, se nos explicita en el Prologo, en el diálogo que se establece entre la Fortuna, la Virtud y el Amor. Es el amor quien deja clara su condición superior al ser él quien:

Io le virtudi insegno,

io le fortune domo,

questa bambina età

vince d’antichità

il tempo, e ogn’altro dio:

 

(Yo enseño las virtudes,

yo someto las fortunas,

esta edad infantil

vence en antigüedad

al tiempo y a cualquier otro dios)

Mucho me temo que la lectura realizada, hasta la actualidad, de L’incoronazione se ha quedado solo en la superficie de una definición del amor entre Nerone y Poppea como amor adúltero y no se ha sabido ver algo más en ello. No negará el articulista que no sea así, pero no es menos cierto que el tratamiento del amor en este dramma per musica parece indagar una nueva dimensión de la temática amorosa siempre presente en las óperas monteverdianas. Si en L’Orfeo se había tratado el amor que desafía a la muerte, hasta el punto de ser capaz su protagonista de descender a los infiernos y en Il ritorno d’Ulisse in patria (1640) lo era la fidelidad y afinidad amorosa entre dos almas gemelas, las de Ulisse y Penelope, en L’incoronazione podemos comprobar cómo es el amor en la naturaleza humana hasta constituirse, diciéndolo con las palabras de George Steiner, como el milagro imperativo de lo irracional. De hecho, como nos ha enseñado la historia, el amor adúltero del megalómano y desquiciado emperador Nerón contribuyó a su caída, más allá de encontrarse dentro de una gran decadencia moral donde el incesto, el asesinato o la traición se utilizaban sin escrúpulos para salvaguardar el poder. O lo que es lo mismo: la activación de diferentes palancas y mecanismos para ganar y conservar el poder a toda costa.

Pero también se nos sitúa más allá de la amoralidad de unos personajes que, como nos ha enseñado Hendrik Schulze, «actúan en contra de las normas sociales más básicas, tanto desde el punto de vista moderno como desde el punto de vista de los contemporáneos de Monteverdi», en medio del misterio de este amor tan irracional como divino. Divino. Lo habéis leído bien. ¿O no ha sido, a caso, desde el platonismo, la identificación de aquello divino con la emanación del amor un modelo de trascendencia en Occidente? Lo escribió perfectamente en pleno siglo XVII Blaise Pascal (1623-1662): «el corazón tiene razones que la razón desconoce». En el ámbito pictórico, unas décadas antes del estreno de la última ópera monteverdiana, el pintor Pedro Pablo Rubens (1577-1640), posiblemente conocido de Monteverdi al haber sido pintor de la corte del duque de Mantua, Vicente I de Gonzaga, pintó El triunfo del Amor divino (1625-1626). Todo esto no son más que diferentes muestras de la convicción, en el siglo XVII, de que el Amor era el gran y verdadero Poder. En los círculos hermenéuticos, especialmente entre los alquimistas, no se dudaba de que las letras de la palabra «AMOR» eran el acróstico de la siguiente frase latina: Author Mundi Omnipotens Rex, o lo que es lo mismo, «el Rey Omnipotente Autor del Mundo».

Pero al margen de este Poder superior a la voluntad de los hombres, no es menos verdad que, desde la aportación de Friedrich Nietzsche (1844-1900), hemos oído hablar siempre del concepto de la voluntad de poder (Der Wille zur Macht) que el filósofo de Röcken situó como el motor principal del hombre. Es una voluntad que encontramos explicitada en los personajes que desfilan por este dramma per musica empujados por la ambición de alcanzar sus deseos, la demostración de fuerza y querer estar en el lugar en el que creen que deben estar.

Sin embargo, hay quien en esta ópera ha leído otra interesante realidad que va más allá de las ansias del poder personal y político de sus protagonistas, sino que toda la obra se erige como una inmensa metáfora de reivindicación y defensa de la realidad política de la Serenísima República de Venecia respecto al poder de los Estados Pontificios en un momento especialmente delicado de la historia de esta república y que alguien ha situado como la antesala de su crisis que acabaría estallando en el siglo XVIII.  Tres años después del nacimiento de Monteverdi, en 1570, Venecia se vio obligada a abandonar los dominios de la isla de Chipre, que pasó a ser dominada por el Imperio otomano. Poco tiempo después cayeron también la isla de Creta y las últimas posesiones en el Egeo hasta tener que firmar una paz con el poder turco en 1573. A pesar de que a través de la denominada Liga Santa se había obtenido una victoria sobre los turcos en la conocida batalla de Lepanto (1571), esta no sirvió para recuperar los territorios perdidos. Por si esto no fuera suficiente, los Estados Pontificios, aliados con Francia, España, el sacro Imperio romanogermánico y la propia Venecia en la Liga Santa, quisieron expandirse por Italia, lo cual llevó a un enfrentamiento entre la Serenissima y el Papado, pugna que se salvó por la vía diplomática. Esta tensión geopolítica, acompañada del terrible hecho de que, en 1630, una peste había acabado con un tercio de la población de Venecia, eran elementos importantes que, todavía en la década de los años cuarenta del siglo XVII, pesaban muchísimo y es por eso que el personaje del tirano Nerón de L’incoronazione, entre líneas, era leído como el equivalente de papas como por ejemplo Pablo V, Gregorio XV o Urbano VIII.

Más allá de la convicción de que el Amor es el verdadero y real gran poder, de las ansias de voluntad de poder mostradas por los personajes o de la lectura simbólica proveneciana del argumento del libreto, no es menos verdad que en la Poppea también se trata una peligrosa temática como es la del poder destructivo del amor y que puede ser destructor de la propia sociedad. No olvidemos que el emperador Nerón, a fin de cuentas, acaba convertido en el títere de Poppea, esposa del noble romano Ottone, que actúa como una vulgar prostituta de la calle hasta desencadenar una tragedia en la sociedad que él debe gobernar.

Hay quien no se ha podido resistido a ver, en esta desesperanza respecto la realidad del amor, una resonancia a la misma que W.A. Mozart (1756-1791) mostró en Così fan tutte (1790) y Giuseppe Verdi (1813-1901) en Falstaff (1893). Es evidente que, en este último título, Monteverdi dejaba atrás las muestras donde nos hacía vivir, emocionalmente, la creencia en un amor de naturaleza fiel e incondicional. Sin embargo, en L’incoronazione también lo hacía en el tratamiento del amor lujurioso e infiel, logrando unas verdades emocionales que, posiblemente, ya no son solo propias del primer Barroco, sino también de otros estilos y estéticas posteriores.

En la primera participación del director Jordi Savall en el Gran Teatre del Liceu, en 1992, con el citado L’Orfeo, este hacía alusión a un texto del musicólogo Harry Halbreich (1931-2016) para definir a Monteverdi. Para Halbreich no cabía ninguna duda: Monteverdi tanto podía ser definido como romántico, como clásico, como impresionista y como moderno. Y se quedó convencido de que es la modernidad monteverdiana la que nos hiere y nos llaga de lleno como, de hecho, lo hace este canto del cisne titulado L’incoronazione di Poppea.

 

Oriol Pérez i Treviño

Musicólogo y ensayista