Sobre la producción

Sexo y tragedia: las luces y las sombras de la vida de Manon Lescaut

El director de escena Olivier Py dirige una aclamada producción ambientada en la Francia de la belle époque, caracterizada por una atmósfera libertina y sensual.

La Francia de principios del siglo XVIII, justo tras la muerte del rey Luis XIV, se caracterizó por un vertiginoso aumento del libertinaje y el incremento de la actividad en los bajos fondos. Durante los años de la Regencia –el periodo de espera hasta que Luis XV alcanzó la mayoría de edad para ocupar el trono–, París y sus alrededores asistieron a un auge sin precedente de las casas de juego, de los duelos de honor a causa de deudas nunca cobradas y trampas hechas durante una partida de cartas, y por supuesto también proliferaron las cantinas más sórdidas y las casas de prostitución. Este fue el panorama que conoció el Abate Prévost, el creador de Manon Lescaut, quien, a pesar de su cargo eclesiástico, también fue un personaje característico de aquel tiempo marcado por la doble moral, la afición al libertinaje y los placeres nocturnos. Cuando Prévost publicó su novela, inmediatamente fue prohibida en Francia porque reflejaba una realidad que la sociedad puritana se negaba a reconocer: Manon aspira al triunfo social, y su manera de conseguirlo es convirtiéndose en una tentadora de hombres, una prostituta involuntaria y una instigadora de las pulsiones destructivas de sus amantes. Pero Prévost no tenía la culpa de describir lo que había visto (y vivido). En todo caso, para protegerse de cualquier sospecha de simpatizar con su criatura, dejó dicho también que la novela tenía una intención moralizante, y se encargó de castigar a su heroína con una muerte cruel.

Cuando Massenet decidió adaptar el tema de Manon para una ópera, pocas cosas habían cambiando en Francia en los aspectos centrales de esta historia. Había caído la monarquía –y también el Segundo Imperio–, pero París era un importante centro de vida disoluta y oferta sexual lujuriosa. Las cortesanas circulaban por las casas de juego y los salones más elegantes, frecuentaban los teatros y los cabarets, y además de una manera mucho más evidente y con menos reservas morales que en la época de Prévost. El París en el que se movía Massenet, por tanto, era casi el mismo que había mostrado Verdi pocas décadas antes en La traviata: ese en el que la diversión estaba en los antros más ocultos, en el que los caballeros decían ir a la ópera aunque luego fueran a jugar a la ruleta, y una de las soluciones escénicas más audaces que ha encontrado Olivier Py, para su aclamada producción, consiste en mantener una línea de unidad temporal entre el vicio que conocieron Prévost y Massenet, pues tanto da en qué periodo histórico viviera Manon: en ambos casos, la sociedad hipócrita habría respondido de la misma manera.

El primer acto de la ópera, que transcurre originalmente en una posada de Amiens, aparece en esta producción como si fuera un bullicioso barrio rojo en el que los hoteles por horas se anuncian sin ningún tipo de recato con luces de neón. Sin embargo, todas las ambigüedades y pudores que pudieron disimularse en el libreto, escrito por Henri Meilhac y Philippe Gille –el primero, por cierto, también participó en el texto de la Carmen de Bizet, lo que le convierte en un máximo especialista en femmes fatales–, Olivier Py las muestra sin ningún filtro, de modo que presenta a muchos personajes con su verdadera cara. Guillot de Morfontaine, por ejemplo, es un depredador sexual y un despreciable corruptor, mientras que Monsieur de Brétigny no deja de ser un proxeneta de moral inexistente protegido por su dinero, a la vez que las actrices, Pousette, Javotte y Rosette, son desde su primera aparición tres prostitutas de la calle. La reflexión de Py es evidente: ¿por qué ocultar con retórica inútil lo que es evidente a simple la vista? Prévost narró una historia en la que la pulsión sexual circulaba en todas direcciones, las mujeres utilizaban su atractivo para conseguir una vida más abundante, y los hombres utilizaban su poder para saciar su lujuria, y todo se hacía por dinero, salvo cuando aparece el caballero Des Grieux, el único personaje que se mueve por amor, o su padre, que encarna la rectitud moral y el honor.

Por tanto, cuando hay lujo y alegría, el escenario se ilumina con neones de colores y la acción discurre a una velocidad imparable: Py nos transporta así a las casas de citas, los casinos, los lugares públicos en los que el dinero abría todas las puertas, como cuando Brétigny presenta a Manon en el tercer acto como una vedette de primera categoría tras elevarla como la cortesana más triunfal de París. Sin embargo, esta comedia –así fue como Massenet describió su ópera– tiene una parte trágica, un fondo de advertencia, y la parte grave del argumento –el retiro de Des Grieux a un convento, su apresamiento por la policía en el cuarto acto, la muerte de Manon en una celda al final– se nos presenta envuelta en tinieblas, en una escena de fondo negro que indica el destino ineludible de quienes transgreden la línea del comportamiento honesto: el castigo, la vergüenza, la miseria y, en el caso de Manon, su muerte. Todo este contraste, el paso abrupto de la alegría a la derrota, es el que recorre Py con una producción tan sexy como siniestra.