Sobre la obra

Un arreglo clasicista de una de las grandes obras maestras del barroco

El Mesías tiene un tema cristiano –el anuncio de la llegada de Jesucristo, su muerte y su ascensión a los cielos–, pero Robert Wilson ha buscado ampliar el alcance del oratorio de Händel y convertirlo en un viaje espiritual más amplio. Para ello se sirve de su estilo personal –luminoso, abstracto, en el que la acción se contrapone con una sensación estática en el escenario– para recrear, así, una serie de escenas de gran aliento poético.

Robert Wilson, al hablar de la pieza en la que se sostiene su producción, suele insistir en que se trata del El Mesías de Mozart, y no del de Händel. Esto requiere una explicación, porque ciertamente El Mesías es y siempre será una composición de Händel –sin duda, su obra más famosa–, pero lo que interpreten la orquesta y los cantantes en las próximas funciones del Liceu será un oratorio con importantes cambios con respecto al original. En 1789, Mozart trabajaba con regularidad para un importante aristócrata de la corte imperial de Viena, el barón Gottfried van Swieten, con el que compartía no sólo su pasión por la música, sino la pertenencia a la francmasonería.

Van Swieten fue un ávido coleccionista de partituras y un mecenas de algunos de los compositores más notables de finales del siglo XVIII –no sólo amparó a Mozart, sino que también trabajó con Haydn y ayudó a Beethoven en sus primeros años–, y uno de sus entretenimientos consistía en organizar veladas musicales en las que se estrenaban nuevas obras o se interpretaban piezas del pasado. Para Mozart, por ejemplo, la cercanía con Van Swieten no sólo le aportó trabajo y prosperidad –es famosa su frase, escrita en una carta de 1790, en la que señalaba que gracias a la protección de la corte imperial estaba ante “el umbral de su plenitud”, sin saber que moriría un año después–, sino también conocimiento de primera mano: en la biblioteca del barón pudo estudiar la música de Bach.

Entre otras tareas, Van Swieten le encargó a Mozart que adaptara varios de los oratorios de Händel que conservaba en sus archivos, para que pudieran representarse en las funciones privadas que organizaba en Viena. Entre 1788 y 1789, pues, hizo arreglos para Acis and Galatea y El Mesías, y un año después hizo lo propio con Alexander’s Feast y la Oda a Santa Cecilia. Realmente, Mozart no transformó la música –no añadió ninguna parte nueva, ni alteró las armonías o las melodías de la obra original–, sino que la adaptó a los requisitos de la acústica de final del siglo XVIII: arregló la orquestación para un grupo instrumental más grande y poderoso, y cambió la tesitura de varias voces, eligiendo generalmente registros más graves que en el original. También utilizó como libreto una traducción al alemán realizada en 1775 por los poetas Friedrich Gottlieb Klopstock y Christoph Daniel Ebeling para unas representaciones anteriores en Hamburgo que dirigió uno de los hijos de Bach, Carl Philipp Emanuel. En cualquier caso, ese tipo de arreglos no se podían considerar –ni siquiera hoy– una intromisión en la verdad de la composición de Händel, pues el primer Mesías que se escuchó –en Dublín, en 1742– era sensiblemente diferente a los que se interpretaban hacia el final de la vida del compositor.

En 1741, Händel dejó de escribir óperas y se centró exclusivamente en la forma del oratorio. Un colaborador suyo, el poeta Charles Jennens, le ofreció un libreto que tomaba textos de los libros proféticos del Antiguo Testamento y pasajes de los Evangelios y las cartas de los apóstoles del Nuevo Testamento, y que trataba sobre el enviado de Dios que salvaría a las almas del mundo. En realidad, El Mesías no cuenta una historia –al menos no con personajes, ni con un argumento–, sino que aborda el tema de El Mesías a partir de la anunciación y la reflexión teológica. Händel compuso una música majestuosa, y aunque la primera representación en Londres (1743) no obtuvo éxito, poco a poco fue calando entre el público.

Desde 1750 en adelante, El Mesías ya fue una obra popular, se fue adaptando a espacios cada vez más grandes –creció, por tanto, el tamaño de la orquesta y del coro–, y desde 1772 también se interpretó fuera de Gran Bretaña. Así llegó la partitura a la colección de Van Swieten, y más adelante a Mozart, que le añadió su magia cosmética para que El Mesías fuera una obra maestra con dos apariencias: la barroca original, y la clasicista posterior, ambas igual de emocionantes y colosales.