Sobre la producción

Una risa en la oscuridad

Don Pasquale disfruta de un lugar de honor en la historia de la ópera cómica, tanto es así que no pocos aficionados la tienen como la mejor pieza bufa después de Il barbiere di Siviglia. El argumento, y muchas soluciones argumentales del libreto, ayudan a que así sea: ésta es una comedia de enredo con escenas disparatadas y diálogos burbujeantes en la que un anciano tacaño, que encarna los vicios de una sociedad anticuada, recibe humillaciones físicas y verbales a las que el público responde con risas y complicidad, de la misma manera en que una película de Chaplin hace reír a los espectadores en un cine. La forma habitual de escenificar Don Pasquale siempre ha pasado por ahí: la acción se sitúa en un interior burgués, los actores gesticulan e interactúan entre ellos con recursos de la comedia física, como en las buenas pantomimas, y ese movimiento, en sintonía con la música fresca de Donizetti, es lo que lleva a su pico de intensidad esta tormenta de humor. Don Pasquale lleva haciéndonos reír desde hace casi dos siglos, y no parece que nos vayamos a cansar de sus disparates.

Pero hay que tener en cuenta un aspecto, que es la clave de la producción de Damiano Michieletto que se estrenó en la Ópera de París en 2018: Donizetti señaló la obra en el libreto como un dramma buffo, lo que implica que bajo la comedia tiene que esconderse un fondo de gravedad, como ocurre con el dramma giocoso de Da Ponte en Don Giovanni. En realidad, Don Pasquale no es una comedia pura porque no todos los personajes acaban bien: el anciano protagonista no sólo sufre un castigo tras otro, sino que acaba asomándose a un futuro incierto, sacudido por una enseñanza moral que, más que ayudarle a aprender y cambiar a mejor, puede marcar el comienzo de su declive. Donizetti quizá no planteó esta ópera para hacer reír –o no sólo eso–, sino para hacernos pensar, y a esa premisa se aferra Michieletto para proponer un Don Pasquale al que se le añade una audaz dimensión psicológica.

Una idea de partida es que la ópera original quería denunciar ciertos vicios anticuados que, en pleno siglo XIX, chocaban con una sociedad que se modernizaba a toda marcha. La crítica central sería contra los matrimonios pactados y de conveniencia, pero más allá de eso hay un mensaje de emancipación femenina –Norina es una joven que, como la Rosina de El barbero de Sevilla, quiere ser libre y pone toda su astucia al servicio de ese objetivo– y de fe en las nuevas ideas románticas. Y ese trasfondo, tan atrevido en la Europa del XIX, sigue siendo moderno y necesario en nuestro tiempo, de ahí que Don Pasquale pueda ir más allá del humor y compartir un mensaje ético, al que Michieletto se aplica con esmero.

La producción, que cuenta con una escenografía arriesgada de Paolo Fantin y un interesante uso de recursos como el croma de la mano de Roland Horvath, sitúa la acción en un marco más abstracto que natural. La casa de Don Pasquale es, en la propuesta de Michieletto, poco más que una estructura minimalista esbozada: el techo se resuelve con un juego de luces fluorescentes, no hay paredes, y a medida que avanza la obra los contornos de la casa se difuminando más y más, metáfora acaso de que Don Pasquale, poco a poco, lo va perdiendo todo –ese será su castigo– mientras Norina y Ernesto, con la complicidad del taimado Dottor Malatesta, ganan en espacio, libertad y futuro. Todas estas ideas se refuerzan con acciones escénicas al margen de la actuación y la música: con pensamientos superpuestos en vídeo vía croma, y el uso puntual de marionetas que nos hacen entrar en la psique profunda de los personajes –sobre todo Don Pasquale–, así entendemos sus motivaciones, sus traumas y sus opciones de cambiar a mejor. Aunque no siempre se ha destacado en otras producciones, esta ópera tiene una moraleja, y Damiano Michieletto le da una importancia crucial.

¿Significa esto que su versión de Don Pasquale no hace gracia, que no hay espacio para la risa? Todo lo contrario: sin carcajada no hay Don Pasquale, y todos los enredos –sobre todo cuando Norina aparece como Sofronia y empieza a poner la casa del viejo patas arriba– están forzados al máximo. Ese punto de caos, de disparates en cadena propios de una película de los Hermanos Marx, es importante en la producción. Pero no es lo único que motiva a Michieletto, que ha decidido que el entretenimiento a secas no le hace justicia a Don Pasquale. El mensaje de fondo está en que los cambios son inevitables y hay que ser flexible cuando suceden, un aviso tan necesario en 1843 como lo sigue siendo hoy. Una vez se interioriza esto, entonces ya sí podemos reír, con más ganas y más motivos.