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La herida de Parsifal

Lo fundamental del Parsifal de Wagner consistirá en ese extraordinario grito del héroe en el segundo acto, que supuso un paso decisivo en la vida del mito percevaliano.

Hay que esperar al segundo acto de este festival escénico sagrado (Bühnenweihfestspiel) para asombrarse de la gran novedad que Richard Wagner introdujo en el mito medieval. Es ahora cuando nos encontramos con un nuevo Parsifal que, después de haber llegado al castillo de Klingsor y de haberse visto rodeado por las muchachas flor, cuando Kundry, ahora seductora, le besa, parece despertar de un largo sueño, y en ese despertar grita: «¡Amfortas! ¡La herida! ¡La herida!» (Amfortas! Die Wunde! Die Wunde!). El grito de Parsifal es sobrecogedor porque es totalmente inesperado, pero no solo eso, conmueve hasta lo más hondo porque, con su grito, Parsifal muestra haber comprendido finalmente. Aunque no es esta una comprensión intelectual, sino sentiente. Todo el misterio del grial se concentra en la herida del rey tullido, la herida en el costado como la de Cristo en la cruz después de recibir la lanzada. Parsifal, de pronto, siente la herida en su propio cuerpo. Es la herida de la que sale sangre; la herida que ahora está sangrando en él (Die Wunde sah ich bluten; nun blutet sie in mir). Es la sangre que se recoge en el cáliz. Lo puede hacer una bellísima mujer, como aparece en las miniaturas medievales, la esposa de Cristo, y también puede ser José de Arimatea, el que también desciende el cuerpo de Cristo de la cruz. Desde que lo hizo por primera vez un escritor francés de hacia el año 1200, Robert de Boron, a ese cáliz se le llamó grial (graaus). Pero, ¿qué ha sucedido en este drama litúrgico? ¿Cuál es ahora la historia? ¿Qué ha transformado Wagner con respecto al mito medieval? Hay que tener en cuenta que la vida de un mito se mide por sus transformaciones, que no son sino descubrimientos de nuevos significados y sentidos que yacen en esa cantera que es el mito, siempre a la espera de ser desenterrados para que el mito vuelva a hablar y no pierda su carácter oracular y nos vuelva a hablar, ahora a nosotros, en el siglo XXI, de la mano de aquel gran trabajador del mito que fue Richard Wagner.

El mito griálico acompañó a Wagner durante toda su vida. Por lo menos sabemos con seguridad que lo hizo desde aquel verano de 1844 en Bohemia, durante las curas hidroterápicas de Marienbad, adonde se llevó todo lo que en aquel momento había disponible sobre el tema: los poemas de Wolfram von Eschenbach en las revisiones de Simrock [Karl Simrock, Parzival und Titurel. Rittergedichte, traducido por K.S., 2 vols. Cotta, Stutgart und Tübingen 1842] y San Marte [San Marte (Albert Schulz), Leben und Dichten Wolframs von Eschenbach, 1836-1841] confesando que se «soterraba en los bosques cercanos para, tendido junto al arroyo con Titurel y Parzival, entretenerme allí con el poema de Wolfram, extraño y, sin embargo, tan íntimamente familiar». A la pasividad de la lectura sucedió pronto la pasión creadora que, sin embargo, no se centraría en el Parsifal, sino en Lohengrin. Pero el territorio del mito como el espacio de creación ya había aparecido en su vida; solo necesitaba muchos años, al menos treinta, para poder desplegarlo en ese ejercicio tan extraordinario que va del estudio riguroso a la invención creadora. Wagner no solo conocía la versión alemana del mito griálico, es decir, el Parzival de Wolfram von Eschenbach, sino todas aquellas obras francesas que construyeron el mito a lo largo de medio siglo, entre 1180 y 1230: Chrétien de Troyes (a quien Wolfram tradujo ampliándolo), Robert de Boron y las versiones en prosa de autores anónimos. Hay un dato curioso que no es posible obviar: Wagner no soportaba a Wolfram von Eschenbach, como tampoco podía aguantar a Gottfried von Strassburg, el gran autor de Tristan. Sí, en cambio, apreciaba al autor anónimo del Nibelungenlied. Pero todo esto no puede ser una cuestión de “nombres”, es decir, que no quisiera ningún otro nombre junto al suyo. Le parecía, como le comenta en una carta a Mathilde von Wesendonk, que, en realidad, Wolfram era un autor superficial: «¡Mira cómo se lo ha tomado a la ligera el maestro Wolfram! Que luego no haya comprendido nada del verdadero contenido, no importa. Pega un episodio con otro, una aventura con otra, une al motivo del grial imágenes y sucesos curiosos y raros, va a tientas, y al que trata de profundizar deja abierta la pregunta: “¿Pero, en realidad, qué quiere decir?”; y al que debiera responder: “Pues, la verdad, yo mismo no lo sé”, igual que el sacerdote que celebra la misa en el altar sin saber qué es el cristianismo» (Lucerna, 30 de mayo de 1859). Han pasado ya quince años desde su primera lectura de Wolfram. Según su propio testimonio no se volvió a acordar de Parsifal hasta la primavera de 1857, cuando un Viernes Santo despertó en la casa que le habían prestado los Wesendonk junto a su villa: «Me dije de repente que era Viernes Santo y recordé cuán significativamente me había llamado la atención esta advertencia en el Parzival de Wolfram. Desde aquella estancia en Marienbad, donde concebí Los maestros cantores y Lohengrin, no había vuelto a ocuparme nunca con este poema; ahora su contenido ideal se me aproximó de forma avasalladora, y a partir de la idea del Viernes Santo concebí rápidamente un drama completo, que, dividido en tres actos, esbocé enseguida con unos pocos y rápidos rasgos». Así pues, el milagro del Viernes Santo (¿cómo no oír ese maravilloso Karfreitagszauber del tercer acto?) fue en su caso el primer esbozo del Parsifal. Como siempre, la escritura del poema precedía a la composición musical. La escritura implicará esa atención a los textos medievales y un trabajo de elaboración propia consistente, como él mismo había explicado en Ópera y drama, en ‘comprimir’ (zusammendrängen) y ‘condensar’ (verdichten), aunque con la constante preocupación por no ‘desfigurar’ (entstellen) al ‘suprimir’ (kürzen) y ‘eliminar’ (ausscheiden). De la novela de aventuras propia del género medieval, eso que justamente le criticaba a Wolfram, pasamos a una obra estructurada en tres actos, desinteresada de todo acontecimiento externo para concentrarse en la interioridad. En el verano de 1882 se estrenó el Parsifal en Bayreuth. Asistió al estreno la hermana de Nietzsche, pero no el filósofo, que no acudió porque no fue invitado personalmente. Sí estuvo Gustav Mahler. El día de su última representación, el martes 29 de agosto, «Wagner llegó al teatro después del primer acto y durante el tercer acto descendió al foso orquestal e, inadvertido por el público, tomó la batuta en el compás vigesimotercero de la “música de la transformación” y dirigió la obra hasta el final. Levi [el director de orquesta] permaneció de pie a su lado», según nos cuenta su biógrafo Martin Gregor-Dellin.

Ciertamente, Wagner cambió muchos elementos del Parzival de Wolfram, su fuente fundamental. En primer lugar, dejó de ver el grial como una piedra y siguió la tradición francesa para entenderlo como un cáliz. En segundo lugar, se olvidó de la corte del rey Arturo, pero mantuvo la duplicidad de espacios que en el roman medieval eran la corte artúrica (mundo terrenal) y el castillo del grial (cielo), y en su obra pasaron a ser el mismo castillo del grial y el castillo de Klingsor, el mundo de la magia y del mal, el territorio del exceso edípico, en palabras del antropólogo Claude Lévi-Strauss. De hecho, en el segundo acto, Kundry, seductora de Parsifal, adopta rasgos maternos; será ese personaje, con un papel restringido en los romans medievales, al que mayor atención dedicará Wagner, totalmente fascinado por esta mujer, a la que convierte en un ser polimórfico: semejante al medieval en el primer acto, probable trasunto de la diosa de la tierra céltica, la Soberanía de Irlanda, pero desconocido como la seductora del segundo acto, para acabar como una María Magdalena en el tercer acto. Pero todo esto no son sino cuestiones accesorias. Lo fundamental del Parsifal de Wagner consistirá en ese extraordinario grito del héroe en el segundo acto, que supuso un paso decisivo en la vida del mito percevaliano.

Al hablar de mito percevaliano sigo a Claude Lévi-Strauss, que realizó una magnífica interpretación titulada «De Chrétien de Troyes a Richard Wagner» cuando le encargaron un texto para el programa de Bayreuth de 1975. En dicha interpretación, el antropólogo entendía como mitema constitutivo el hecho de que Perceval tuviera que preguntar en el castillo del grial. Así lo imaginó Chrétien de Troyes, el escritor de la Champaña, que abrió un intenso horizonte de expectativas entre un público que históricamente vivió la tercera y la cuarta cruzadas. En efecto, cuando Perceval llega al castillo del grial tiene que preguntar a quién se sirve con el grial y por qué sangra la lanza. Sin embargo, Perceval guarda silencio y, como le recriminarán después, eso supondrá que el rey permanecerá tullido (con su herida entre los muslos) y que las tierras seguirán devastadas. La vía interrogativa domina las primeras versiones del mito, lo que lo convierte en una historia que poco tiene que ver con el combate caballeresco (hasta el momento eso era la aventura) para apuntar en la dirección de la adquisición del conocimiento. Preguntar, buscar: verbos que tienen la misma raíz, del latín quarere. Y así empieza la queste (búsqueda) del grial, incesante, sin fin hasta el final de la vida. Wolfram von Eschenbach, que siguió el argumento trazado por Chrétien, a quien cita en el epílogo, mantuvo la pregunta pero quiso cambiar su contenido. En la versión alemana, el héroe pregunta por el sufrimiento del rey tullido, que es además su tío: «¿Cuál es tu tormento, tío?» (Oheim, was wirret Dir?). El cambio no tiene nada de indiferente, sino que orienta el mito hacia otros contenidos, no tanto centrados en el conocimiento, sino mucho más en el amor. Esto lo entendió muy bien Simone Weil cuando en una carta al enfermo de Carcasona, Joë Bousquet, comentaba cuántas noches oscuras hay que pasar para poder salir de sí mismo y preguntar por el sufrimiento del otro. Simone Weil se estaba refiriendo al Parzival de Wolfram, aunque no lo cite. En realidad, Wagner siguió la nueva orientación que Wolfram dio al mito, aunque lo intensificó: suprimió la pregunta e hizo que Parsifal sintiera en su propio cuerpo la herida de Amfortas. No es de extrañar que Wagner hubiera pensado en introducir a Parsifal en el tercer acto de Tristán, otro herido, para dejar clara la superioridad de ese otro amor frente al amor erótico.

 

Victoria Cirlot

Catedrática de Filología Románica
Departamento de Humanidades

 

[Obras citadas según el orden en el texto: Richard Wagner, Mi vida, edición de Martin Gregor-Dellin, Turner, Madrid 1989 (1.ª ed. 1963); Id., Lettere a Mathilde Wesendonck, Milán, 1988; Id., Ópera y drama, traducción de Ángel Fernando Mayo Antoñanzas, prólogo de Miguel Ángel González Barrio, Akal, Madrid, 2013; Martin Gregor-Dellin, Richard Wagner, 2. Su vida, su obra, su siglo (1864-1883), Alianza, Madrid, 1983; Claude Lévi-Strauss, «De Chrétien de Troyes à Richard Wagner», en Le regard éloigné, Plon, París, 1983; Simone Weil-Joë Bousquet, Correspondance 1942. «Quel est donc ton tourment ?» ed. Florence de Lucy, Michel Narcy, Claire Paulhan, París, 2019].