Inspirado en la novela de Pushkin, Chaikovski concibió Eugene Onegin como una ópera de cámara, una unión de escenas líricas en las que trató temas como la soledad, los deseos incumplidos y las oportunidades perdidas. La producción de Christof Loy recoge el espíritu original de la obra y la presenta en un formato íntimo y minimalista.
La característica que une de manera más estrecha a Tatiana Larin y Eugene Onegin, los dos personajes principales de esta ópera, es que en momentos diferentes de la historia sienten el deseo de vivir de manera solitaria y, a la vez, dejar de estar solos. Tatiana, por ejemplo, es al principio de la historia una joven dama campesina absorbida por la lectura que tiene nulo interés en la vida social, pero cuando conoce al elegante dandi Eugene Onegin, traslada a ese hombre joven y elegante todas las fantasías de amor romántico y aventuras que ha leído en las novelas, hasta el punto de enviarle una apasionada carta de amor. Sin embargo, Onegin se ve a sí mismo como un espíritu libre, no se cree hecho para el matrimonio, y rechaza a Tatiana sin pensarlo: es demasiado pronto para abandonar su vida sin ataduras. Pero cuando llegamos al final de la historia, 16 años después del primer encuentro entre Eugene y Tatiana, la situación ha cambiado: ella ha madurado, se ha casado con un príncipe rico y bondadoso, y es Eugene quien comprende el error que cometió al no acercarse a aquella joven en un primer momento; finalmente rechazado, deberá afrontar el resto de su vida en una soledad ya no buscada, sino condenatoria.
Este es el aspecto central de Eugene Onegin para el director de escena alemán Christof Loy, de modo que en su producción —estrenada en 2020 en la Den Norske Opera de Oslo— decidió dividir el desarrollo de la historia en dos segmentos caracterizados por una escenografía distintiva: “Solitude”, que recoge el primer acto y parte del segundo, y “Loneliness”, que comienza con el duelo entre Onegin y su amigo Lenski, y alcanza hasta la conclusión. Los conceptos solitude y loneliness tienen definiciones precisas en inglés, aunque no tienen equivalencias rotundas en español o catalán: el primero se refiere a estar a solas —esa soledad buscada y temporal—, mientras que el segundo responde a una soledad indeseada y sin solución. Por eso, la primera parte de la función se centra en Tatiana, que se aísla en los libros pero que anhela abrirse al mundo por medio de un amor puro, mientras que la segunda sitúa el foco sobre Onegin, que, creyendo que podría conquistar a Tatiana en cualquier momento, descubre que ha llegado tarde, que la ha perdido y que tendrá que enfrentarse a un final de vida incierto y sin compañía.
¿Cómo se refleja, en la práctica, este cambio? Loy suele plantear producciones con un marcado toque minimalista, sitúa muy pocos elementos a la vista del público y entiende el escenario como un lienzo en blanco, algo que en la segunda parte se podrá advertir de una manera directa, ya que convierte el espacio de la acción en una especie de caja compacta iluminada por una potente luz blanca. La escenografía elegida —que firma Raimund Orfeo Voigt— es la misma para toda la ópera: una enorme sala con dos ventanas y una entrada, apenas decorada en la primera parte, y el mismo marco, pero con una sola puerta, para la segunda, en la que se busca reforzar de manera simbólica cómo el mundo se va cerrando y reduciendo a lo mínimo para Onegin, un hombre que lo pudo tener todo y acaba sin nada.
Muchas veces se ha dicho que, aunque la ópera se titula Eugene Onegin —algo lógico e inmodificable, teniendo en cuenta la potencia de la novela en verso original de Pushkin, el kilómetro cero de la literatura rusa del Romanticismo—, a Chaikovski muy seguramente le hubiera gustado llamarla Tatiana. El personaje femenino es el que hace que avance la acción, es ella quien obtiene un final feliz, y esto puede ser también un indicio de simpatía, la que recibe las mejores arias, ya sea en su propia voz —en el primer acto— o en su defensa, como la que canta el Príncipe Gremin en el tercero. Aunque sea una obra tardía del Romanticismo musical ruso, el Eugene Onegin de Chaikovski es también un ejercicio de naturalismo de finales del siglo xix, y por eso carga el significado más en la joven que se abre camino a la vida que no tanto en el héroe trágico que desaprovecha la suya. Tampoco hay que olvidar que Chaikovski eligió, como Tatiana, una vida en secreto, atormentado por su incapacidad de vivir su homosexualidad como un hecho natural.
Todas estas circunstancias le dan a Christof Loy un maravilloso material que le permite combinar diferentes aproximaciones a los temas de la ópera, como el paso del tiempo, que nunca vuelve atrás, o la especulación sobre qué hubiera sido de nuestra vida de haber tomado otras elecciones en el pasado. En algunos pasajes de la producción, Loy se acerca a la historia de manera realista: la casa de Tatiana bulle de actividad, se convierte en una viñeta de realismo literario que nos habla sobre el choque entre clases sociales en la Rusia feudal, los personajes piensan en el futuro porque son jóvenes y tienen toda la vida por delante. Hacia el final, la obra se vuelve psicológica, y, a medida que el escenario se queda vacío, hay más espacio para que sus sentimientos (la vergüenza, el dolor ante la pérdida, la sensación del peso del destino) se manifiesten de manera más pura.
Chaikovski concibió Eugene Onegin como una ópera de cámara, como un ejercicio intimista, nunca quiso que en ella hubiera grandilocuencia o artificio. Lo más importante eran los personajes y sus sentimientos, sus vínculos emocionales en un estado puro, y esta magnífica producción honra el deseo del compositor y realza todas las virtudes —musicales, actorales y literarias— de una de las obras más grandes que se hayan hecho sobre la debilidad del alma humana.