Sobre la obra

Hacia la sabiduría a través de la risa: la gran ópera cómica de la Ilustración

La flauta mágica no fue la última ópera compuesta por Mozart –esa fue La clemenza di Tito–, pero sí la última que se estrenó, y la que aún se representaba cuando el compositor falleció en diciembre de 1791. Creada a partir de un libreto de Emmanuel Schikaneder –al que había conocido en Salzburgo varios años antes, y con el que mantenía una estrecha amistad, tanto es así que fue quien le introdujo en la masonería–, la ópera fue también el primer intento de Mozart de encontrar una alternativa laboral como compositor fuera de la corte de Viena, donde las cosas se habían empezado a poner difíciles para los músicos tras la muerte del emperador José II, gran valedor de Mozart y protector ilustrado de las artes.

Schikaneder era, además de escritor, también empresario y barítono, y le pidió a Mozart una ópera para estrenar en un teatro popular. Tenía que ser, por tanto, en alemán, cómica y fácil de tararear –es, por tanto, un Singspiel–, pero a la vez le presentó un texto que resumía algunas de las claves del ideal masónico y sus ritos, una carga simbólica que suele dificultar el acceso a la historia a los no iniciales. En la superficie, es un cuento infantil: el príncipe Tamino, perdido en el bosque y acosado por una serpiente mortal, se salva de la muerte gracias a la acción de la Reina de la Noche, una madre dolorosa cuya hija, Pamina, está retenida por un tal Sarastro. A cambio de salvarle la vida, Tamino debería ir al rescate de Pamina, y le ayudará un torpe cazador de pájaros, Papageno, un hombre simple que sólo aspira a encontrar una esposa. En el palacio de Sarastro, Papageno encuentra a Pamina –descubren que ambos buscan lo mismo: el amor–, y Tamino se cruza con Sarastro, que le ilustra en la verdad: él representa la sabiduría, la inteligencia y el bien, mientras que la Reina de la Noche es el símbolo de la oscuridad, el miedo y la irracionalidad, y por tanto era importante que Pamina saliera de su influencia. Tras someter a Tamino y Papageno a una serie de pruebas rituales, ambos superarán su formación y obtendrán lo que buscan: amor, felicidad y conocimiento. Al final de la ópera, las fuerzas del bien derrotan a las del mal.

Debajo de este argumento, lo que subyace el ideal de la Ilustración del siglo XVIII, del cual participó de manera muy activa la masonería. Los masones concebían el mundo como una entidad ordenada y armoniosa concebida por un dios-arquitecto justo y sabio: el objetivo del ser humano era participar de ese equilibrio buscando el conocimiento, y huyendo de la superstición. Es el mismo aliento que motivó, también, el nacimiento de la Enciclopedia de Diderot y d’Alemebert, el sistema político del despotismo ilustrado y el desarrollo del sistema científico: la firme creencia de que a través de la Razón se podía alcanzar un progreso sin límites. La flauta mágica es, por tanto, una ópera en clave, donde el cuento de hadas –repleto de peligros, objetos mágicos e imprevistos giros de guion que nos llenan de asombro– se complementa con claves de difícil interpretación, como la persistente presencia del número tres y los juegos melódicos que contrastan la ira y la serenidad –en las arias de la Reina de la Noche y las de Sarastro–, el ímpetu y la pausa, la venganza y el perdón.

Si no se comprende este subtexto masónico e ilustrado, La flauta mágica puede volverse una ópera un poco confusa, pero en el caso de que eso ocurriera, hay algo que comunica con todos los públicos con total trasparencia: la brillantez de sus números musicales, desde la obertura –un prodigio de dinamismo típico de Mozart– a las arias vibrantes de Papageno y la Reina de la Noche, sin olvidar los deliciosos duetos, las marchas de presentación de la logia de Sarastro y una infinidad de melodías inmortales. De lo más accesible a lo más arcano, La flauta mágica es un clásico inagotable.