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Amor, sacrificio y muerte. Con estos elementos fundamentales, Giuseppe Verdi y el libretista Francesco Maria Piave plasman en La traviata el trágico destino de Violetta Valéry, uno de los personajes más sinceros y emotivos de la historia de la ópera por su estatura vocal, su carisma teatral y su carácter trágico. La genial Maria Callas dejó una huella imborrable en la interpretación de un personaje inspirado en Marguerite Gautier, la protagonista de La dame aux camélias, de Alejandro Dumas hijo, donde el novelista francés narra su historia de amor particular con la cortesana Marie Duplessis. La realidad, pues, convertida en ficción y, gracias al genio verdiano, transformada en una heroína cuya trágica muerte, consumida por la tisis, la soledad y la pena, emociona al público en cada representación.

Violetta Valéry, La dame aux camèlies de Verdi, podía haber pasado a la historia como la protagonista de Amore e morte, uno de los títulos barajados inicialmente por el compositor italiano. Pero lo que añade una dimensión colosal al personaje de Violetta/Marguerite es precisamente el elemento que falta en ese título provisional, el sacrificio, la renuncia al amor por la exigencia y el chantaje emocional de Germont padre, que encarna los intereses y la hipocresía de una sociedad que condena el amor verdadero entre una prostituta y un joven burgués, pero tolera con agrado una relación fuera del matrimonio, siempre que sea discreta o silenciada por el bullicio festivo en prostíbulos de lujo. 

El ejemplo de bella cortesana que se enamora de un joven estudiante sin recursos económicos y renuncia a una vida de lujo para vivir con él, en un camino sin retorno que acaba con su muerte, no era un tema nuevo en la literatura. La Manon Lescaut del abate Prévost es un ilustre antecedente que inspiraría sendas óperas a compositores como Daniel-François Auber, Jules Massenet, Giacomo Puccini o Hans Werner Henze. Dumas hijo va mucho más lejos al tratar el asunto desde una experiencia personal, su historia de amor con la cortesana Marie Duplessis, que, en realidad, se llamaba Rose-Alphonsine Plessis. Cuando se conocieron, el verano de 1842, ambos tenían 18 años, pero no iniciaron su romance hasta dos años después. Juntos se escaparon a la villa de Dumas padre en Saint Germain, pero pronto ella regresó a París para acabar separándose en 1845.

“Yo no soy ni lo bastante rico para amaros como querría ni lo bastante pobre para ser amado como lo querrías tú. Olvidémonos, pues, los dos, tú un nombre que debe resultarte casi indiferente, yo una felicidad que me resulta imposible”. Con esta carta, enviada por el joven Dumas a su amante el 30 de agosto de 1845, concluye la verdadera historia de amor de Armand y Marguerite. Dumas habla de un amor “profundo y verdadero”, pero era demasiado celoso y no podía mantener su tren de lujo. Ella siguió con su vida cortesana, cayó en desgracia, huyó a Londres y acabó casada con el vizconde Edouard de Pérregaux en 1846. Al año siguiente murió víctima de la tuberculosis.

Verdi recrea ese amor y lo engrandece con una penetración en la psicología y el alma de Violetta/Marguerite fuera de serie. La clave del lenguaje verdiano es el triunfo de la voz como expresión de sentimientos. La evolución de su estilo es la historia de una obsesiva búsqueda de la mayor expresividad teatral para conmover al público. Y en La traviata muestra los sentimientos y emociones de Violetta a través de la voz, arropada por una orquesta de lirismo cálido que crea la atmósfera justa para el desarrollo del drama. La paleta orquestal sostiene y realza el valor de las palabras con una energía teatral conmovedora.

Cantar bien no basta para transmitir la grandeza del personaje. La voz es el centro neurálgico del universo verdiano, que clava sus raíces en las reglas tradicionales del canto italiano, renovadas con un impulso definitivo, y exige a sus intérpretes penetrar en la psicología y el alma de los personajes. Pero explorar la verdad psicológica del personaje y transmitirla al público siguiendo la lógica de las situaciones dramáticas que acontecen en el escenario exige un inmenso esfuerzo interpretativo. Violetta es, de hecho, un mundo aparte en su catálogo de heroínas. Y hablar de Violetta es hablar de Maria Callas y su recreación insuperada, absolutamente trascendental en la historia de la interpretación verdiana. Nada falta en la definición del personaje, con una psicología sutilmente trazada en mil detalles en los que cada palabra encuentra el color vocal adecuado.

¿Dónde nace esa profunda identificación de Verdi con el drama interior de Violetta, acosada por una sociedad intolerante e hipócrita? De nuevo la realidad inspira la ficción: el compositor nunca olvidó el rechazo que padeció a raíz de su relación con la soprano Giuseppina Strepponi. Cuando el compositor de Bussetto, tan poco amigo de la vida social y mundana, visitó París por primera vez, en junio de 1847, Duplessis ya había muerto y Dumas hijo comenzaba a escribir la novela que le haría famoso. Entonces conoció los códigos y la doble moral de la sociedad parisina. Cinco años después, tras el éxito de Rigoletto (1851), el compositor tenía varias propuestas para inaugurar la temporada 1852 con una nueva ópera y, al final, aceptó la oferta de La Fenice de Venecia, escogiendo como asunto operístico la exitosa obra de Dumas hijo que había visto en París en compañía de la Strepponi.

“Quiero temas que sean nobles, grandiosos, hermosos, variados, osados, lo más osados posible, con nuevas formas”, confesaba Verdi en una carta a Cesare De Sanctis. “Para Venecia estoy escribiendo La dame aux camélias, que seguramente se titulará La traviata. Una historia de nuestro tiempo. Otro compositor seguramente no se habría enfrentado a esta historia por la costumbre moral, el vestuario, el periodo y por otros miles de escrúpulos estúpidos. Pero yo la estoy escribiendo con el mayor de los placeres”.

Algunos biógrafos señalan lo sorprendente que fue esta elección, ya que, diez años antes, Verdi había rechazado poner música a Marion Delorme, el drama de Victor Hugo sobre el que Amilcare Ponchielli escribiría su última ópera, aduciendo que “la protagonista tiene un carácter que no me gusta. No me gusta una donna putttana en el escenario”.

Un cambio de actitud y de mentalidad marcado, sin duda, por su propia experiencia personal, ya que en 1847 se había convertido en amante de Giuseppina Strepponi, madre soltera con dos hijos, fruto de su relación con el tenor Napoleone Moriani, y soprano de prestigio en el repertorio belcantista, que acabaría siendo la primera Abigaille de Nabucco. Verdi soportó críticas durísimas y lacerantes por llevar en la vida diaria un amor despreciable a ojos de la sociedad burguesa más intolerante.

“En mi casa también vive una dama libre e independiente que, como yo, ama la soledad y posee una fortuna que la pone al abrigo de las necesidades. Ni ella ni yo tenemos cuentas que rendir a nadie; por otra parte, ¿quién conoce la naturaleza de nuestra relación, nuestras cosas?... ¿Quién puede decir si ella es o no mi mujer?... ¿Quién puede decir si está bien o está mal? E incluso, si está mal, ¿quién tiene derecho a lanzar el anatema sobre nosotros? Solo quise decir que reclamo mi libertad, porque todos los seres humanos tienen sus derechos, y que mi naturaleza se subleva ante la idea de conformarse a la opinión de los demás”. No puede encontrarse un testimonio más elocuente que esta carta de Verdi a su querido Antonio Barezzi.

Aunque hoy en día no deja de ser una anécdota, el fiasco de su estreno en La Fenice de Venecia el 6 de marzo de 1853 —el público llegó a burlarse de la obesidad de la protagonista Fanny Salvini-Donattelli, poco creíble en la entonces etiquetada como “muerte blanca”— irritó mucho al compositor. Un fracaso que tiene mucho que ver con el realismo escénico, pero también con el carisma de sus protagonistas, pues, al año siguiente, en otro teatro veneciano, el San Benedetto, triunfó con decorados y vestuario idénticos, aunque con otros cantantes.

Ciertamente, entre los problemas de la recepción inicial del drama hay que destacar la ausencia del realismo que tanto le había conmovido al ver la adaptación teatral de La dame aux camélias, ambientada, como la novela, en París alrededor de 1840. De hecho, ese realismo de proximidad con el público era uno de los factores acordados con Piave para dar más impacto a la trama. De nuevo la censura pasó factura al prohibir una ambientación contemporánea, obligando a trasladar la acción al siglo xviii y, para mortificación del compositor, con los intérpretes utilizando pelucas.

En La traviata, la veracidad y credibilidad de los sentimientos que plasma en escena son tan importantes como la necesidad de mantener los códigos morales y el doble rasero de la sociedad de su tiempo bien presentes a los ojos del público. El amor de Verdi y la Strepponi (al final se casaron en 1859, tras 17 años de relación) fue tan profundo y verdadero como el que Violetta siente en La traviata.

Grandes actrices, como Eleonora Duse y Sarah Bernhardt, dieron vida con éxito a Marguerite en el teatro, y Greta Garbo marcó una época en la película Camille, de George Cukor, de 1936, titulada en España Margarita Gautier. También existe una adaptación libre de La dama de las camelias, firmada por Terenci Moix en 1978 (TVE), con Núria Espert y Enric Majó, de atmósfera muy operística. No en vano, el desaparecido escritor catalán tituló una de sus novelas más conocidas con la memorable frase de Violetta: Amami, Alfredo —un grito de desesperación en la renuncia al amor de su vida— en la escena de despedida del segundo acto, cuando, conteniendo las lágrimas, exclama “Amami, Alfredo, amami quant’io t’amo...” con el desgarrador tema musical que Verdi anticipa en el Preludio.

Pocas arias logran tocar la fibra sensible del espectador con tanta belleza musical y expresividad sincera como “Addio del passato bei sogni ridenti”. Y en la escena de la muerte, con una Violetta transfigurada por el sacrificio y la renuncia del amor, Verdi describe la agonía con un realismo sobrecogedor y, sin dejar tiempo al público para recuperar el aliento, concluye la ópera con gran celeridad e impacto dramático con la oscura tonalidad de un Re bemol mayor. En la búsqueda de esta emoción directa y realista, Verdi, como en tantos otros aspectos, abrió nuevos cauces a un concepto de teatro musical que la corriente verista exploraría con más carga pasional y efectista cuatro décadas después.