Sobre la producción

Locura y transgresión: la vida entera es un baile de máscaras.

En la ópera, nadie es como dice ser, todos llevan una máscara. A la vez, en las escenas de conjunto, el escenario se llena de figurantes que desafían la ley natural y social.

Un ballo in maschera es una ópera turbulenta en la que el verdadero protagonismo lo tienen las pasiones: los personajes de esta historia típicamente romántica son volcanes emocionales rebosantes de odio, rencor, sentimiento de culpa, amor insatisfecho y, tal como se descubre al final, también de generosidad y capacidad de perdonar el daño causado. Pero hay un aspecto que recorre toda la ópera, principalmente estético, que aporta un carácter muy especial a esta pieza mayor del repertorio de Verdi: el baile de máscaras que se anuncia en el primer acto y se lleva a cabo en el tercero, una fiesta vistosa en la que nadie conoce a nadie, en la que todo es posible. Un ballo in maschera  gira alrededor de una conjura –un grupo de hombres busca la manera más efectiva de matar a otro–, y el plan se consumará en una mascarada, donde el anonimato facilita realizar con éxito un acto tan horrible. Todo esto funciona porque la máscara es un símbolo poderoso conocido por todas las culturas: representa la capacidad temporal que tiene una persona o una colectividad para ser otro durante un tiempo, para esconderse y confundir, y así subvertir el orden social, negarse a cumplir la norma y cruzar a una realidad alternativa. En este caso, el resultado es un crimen espantoso e injusto, pero sabemos –por fiestas como el carnaval o la noche de difuntos– que el disfraz también puede ser sinónimo de alegría y conexión.gira alrededor de una conjura –un grupo de hombres busca la manera más efectiva de matar a otro–, y el plan se consumará en una mascarada, donde el anonimato facilita realizar con éxito un acto tan horrible. Todo esto funciona porque la máscara es un símbolo poderoso conocido por todas las culturas: representa la capacidad temporal que tiene una persona o una colectividad para ser otro durante un tiempo, para esconderse y confundir, y así subvertir el orden social, negarse a cumplir la norma y cruzar a una realidad alternativa. En este caso, el resultado es un crimen espantoso e injusto, pero sabemos –por fiestas como el carnaval o la noche de difuntos– que el disfraz también puede ser sinónimo de alegría y conexión.

 

En la producción que comenzó a diseñar Graham Vick para el Verdi Festival de Parma del año 2021 –y que no pudo terminar, pues falleció en julio de ese mismo año a la edad de 68 por unas complicaciones derivadas del covid–, la máscara es un elemento central de la idea escénica, y se mantiene a lo largo de toda la ópera. Es decir, la fiesta de máscaras no se deja exclusivamente para el final, sino que en momentos importantes –y fundamentalmente colectivos, como el final del primer acto en la cabaña de la bruja Ulrica– se celebra esa ceremonia de la anarquía, la confusión y la provocación.

 

Graham Vick fue un director de escena verdaderamente importante y rompedor: desde los años 90 del siglo XX, cuando fue el director artístico del festival inglés de Glyndebourne, y hasta su fallecimiento prematuro, encabezó una nueva generación de registas que buscó que la ópera fuera accesible a todos los públicos y que los temas de las grandes obras del repertorio pudieran resonar en nuestro presente. Vick siempre buscó la sorpresa, a veces también la provocación, jugó con el sexo y la violencia, pero siempre fue extremadamente respetuoso con las óperas. Muchas de sus producciones son clásicas, tienen un estilo distintivo a partir de su acción y su modernidad en la iluminación y el uso del color, y la de Un ballo in maschera no es una excepción.

 

La idea principal de este proyecto –que Vick no pudo completar y fue retomado por su amigo y discípulo Jacopo Spirei, que es el co-creador de facto de la puesta en escena– es que la máscara está siempre presente. Por ejemplo, la acción comienza con el funeral de Riccardo, el protagonista, que muere al final –la producción, pues, tiene una estructura circular–, y vemos cómo quienes habían deseado su muerte ahora lloran y se lamentan. ¿Es una pena real o una mentira? Nadie en esta ópera es quien dice ser, todos tienen algo que ocultar o de lo que arrepentirse, y todos cambian de opinión: la máscara es una realidad temporal que los afecta sin distinciones. Pero además de eso, Vick introdujo otra idea: el baile de máscaras –la celebración colectiva– no debía estar únicamente en el final, sino allí donde fuera posible en todo momento. Tanto al comienzo de la ópera, como en el final del primer o el segundo acto, el escenario se llena de figurantes que representan diferentes modos de subvertir o hackear la realidad: figuras andróginas, travestidos, cómicos, acróbatas que desafían la gravedad... Además de aportar un dinamismo constante a la acción –excepto en las escenas introspectivas, que es cuando el escenario se queda vacío–, este movimiento coreografiado por Virginia Spallarossa ayuda a diferenciar bien los tempos de la ópera, que pasa constantemente de la alegría a la gravedad.

 

Como suele ser habitual en sus producciones, Graham Vick  quiso mezclar los tiempos históricos, con una escenografía moderna –aparentemente minimalista, donde es más importante la luz y el color para crear una sensación de espacio, más que la acumulación de objetos– que choca con el vestuario de época, más clásico, en todos los personajes principales, todo ello obra del escenógrafo Richard Hudson. La escena, a la vez, se divide en dos alturas, otra de las convenciones habituales en Vick: el coro ocupa un piso superior de punta a punta del escenario, y cuando interviene es como si irrumpiera por sorpresa, creando una nueva situación de agitación y velocidad.

 

Las aportaciones de Spirei son importantes. Aunque Graham Vick había diseñado buena parte de la producción antes de fallecer, faltaba cerrar el proyecto por completo para darle coherencia y claridad. Spirei había sido su discípulo y amigo, conocía perfectamente su estilo y sus intenciones, pero esta versión es tan suya como la de su maestro, un testamento creativo compartido que nos recuerda lo importante de Graham Vick, un director de escena fundamental de nuestro tiempo –bien conocido por el público del Liceu también, gracias a sus producciones pasadas de Lucia di Lammermoor y Rigoletto–, y que actualiza uno de los dramas más cohesionados y convincentes de Verdi en su madurez, dándole la importancia merecida uno de sus ejes centrales: la máscara como metáfora del caos, pero también de la creatividad.