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Las primeras representaciones de la «Trilogía Da Ponte» concebida por Ivan Alexandre y Marc Minkowski se celebraron en los dos teatros de corte que todavía se conservan en Europa y que estaban en pleno funcionamiento durante la vida de Mozart: el estreno de las producciones tuvo lugar entre 2016 y 2018 en los festivales de verano del Drottningholms Slottsteater, en Suecia, y en fechas muy cercanas se programó una primera reposición en la Opéra Royal de Versalles, la misma que fundara Luis XIV. La decisión de este proceder, en recintos con tanta historia, seguía como clara motivación el deseo de revivir las óperas de Mozart tal como podrían haberse representado en el siglo XVIII en escenarios de características similares.

A la ópera actual en ocasiones se le puede achacar un exceso de modernidad, un querer alejarse del texto –e incluso del mensaje implícito en cada obra– para encontrar lazos y relaciones con el tiempo presente, algo que ha llevado, como bien sabemos, a revisiones de todo tipo del repertorio clásico, ya sea de forma afortunada o marcadas por polémicas. En el lado contrario tendríamos la ópera purista, la que respeta escrupulosamente el texto y la ambientación de época, deseando mantenerse fiel a lo que fue cada obra en su origen, sin que influya en ningún caso el paso del tiempo. Las producciones de Ivan Alexandre para Le nozze di Figaro, Don Giovanni y Così fan tutte, en cambio, parten de una idea diferente: en el supuesto de que un director de escena del siglo XXI pudiera viajar al pasado y ofrecer al público las óperas de su tiempo, pero con detalles propios de un futuro que aún no conocen, ¿cómo serían esas producciones?

La idea de Alexandre pasa, pues, por ser fiel a la manera de hacer ópera en los tiempos de Mozart –por ejemplo, la iluminación de Tobias Hagström Ståhl no sugiere la solidez de la electricidad, sino el temblor de unas velas; el vestuario de Antoine Fontaine es, salvo algún detalle, el propio de la época–, y si un espectador del siglo XVIII estuviera sentado en la platea, seguramente lo encontraría todo familiar: los movimientos impetuosos, el atrezo reconocible, el uso de las cortinas para separar espacios. Pero, a la vez, pensaría que se trata de una visión propia de otro mundo, pues hay aspectos de la producción que le resultarían nuevos, incluso incomprensibles o alucinógenos. Y es en esa fricción entre lo escrupulosamente histórico y lo descaradamente vanguardista donde se urde el milagro de esta producción.

El primer aspecto importante se encuentra en la escenografía, también de Antoine Fontaine, que divide las tablas en dos espacios conectados: un pequeño retablo en el centro –que sería el escenario en sí– y los alrededores, que incluso llegan a ocupar ocasionalmente el foso de los músicos, que simulan tanto el espacio exterior de las casas donde discurre la acción como los camerinos, y que nos explican qué ocurre con ciertos personajes cuando no están en escena. Mientras la acción va trascurriendo, podemos ver cómo una cantante se ajusta la peluca o se maquilla, por ejemplo, y este es un aspecto que desborda la idea de la ópera del siglo XVIII, pues es –a la manera de Pirandello o Brecht– un efecto de teatro dentro del teatro que, lejos de friccionar con el curso de las historias, las enriquece con matices inteligentes, además de aportar constante movimiento y acción sin descanso.

Esa velocidad es importante, porque la Trilogía no es únicamente el proyecto de Ivan Alexandre, sino una estrecha alianza creativa con el director Marc Minkowski, que propone una lectura musical de las óperas de Mozart con tempos generalmente rápidos. Los recitativos, por ejemplo, discurren de manera electrizante, y las arias más célebres están marcadas por una impetuosidad que se había ido perdiendo en la manera reciente de tocar la música de Mozart, muchas veces ralentizada levemente para buscar un cierto matiz solemne. Aquí, en cambio, la energía de la música se transmite al escenario y viceversa. Y lejos de caer en el cliché de la representación «rigurosamente histórica», lo que proponen Alexandre y Minkowsi es todo lo contrario, una visión históricamente coherente, pero sin caer en dogmatismos, que es lo que sorprendería a un espectador del pasado y asombrará al público del presente.

Además del juego de relaciones entre el interior y el exterior de la acción, algo muy propio del siglo XX, los detalles modernos se reparten cuidadosamente a lo largo de las tres óperas, tan ocasionales que no parecen intrusivos, sino incisiones que nos recuerdan que todo es un juego: en cierto momento Don Giovanni aparece vestido con tejanos y camiseta, y durante el «aria del catálogo» Leporello mostrará a Donna Elvira su cuerpo tatuado con todos los nombres de las mujeres conquistadas por su amo. Todo esto hay que tomarlo como detalles cómicos, más que como injerencias antihistóricas, pues otro de los aspectos que caracteriza la producción de Alexandre es su cercanía al espíritu de la commedia dell’arte, el teatro popular y callejero, plagado de arquetipos cómicos que tan bien conocía el veneciano Da Ponte y que sin duda marca el carácter de sus tres óperas bufas.

Decimos producción, y no producciones, porque la distribución del escenario, los recursos escénicos e incluso varios cantantes son los mismos, tanto para Le nozze di Figaro como para Don Giovanni y Così fan tutte, lo que permite –y es la idea– ver las tres óperas de manera consecutiva como si fueran actos de un mismo ciclo sobre los celos, la lujuria y la infidelidad, tres miradas sobre el amor que, en esto no hay diferencias entre el siglo XVIII y el nuestro, siguen siendo universales, y por tanto modernas.