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Terror y vida: 'Tosca' desde la perspectiva de Pier Paolo Pasolini

La inspiración de esta producción tiene una vertiente biográfica, con numerosas referencias a la evolución del propio Pasolini, artista y hombre público.

El director de cine Pier Paolo Pasolini es uno de los intelectuales centrales para entender la cultura italiana de mediados del siglo xx. No necesariamente porque sea un artista típico, sino porque su arte reconceptualiza y reflexiona sobre su tiempo y la política, y desarrolla un discurso crítico con el sistema mucho más frontal que el de la mayor parte de sus contemporáneos. Sus películas son cine poético, pero de una poesía que siempre tiene tierra en la voz: cree en el lenguaje, pero sobre todo en un lenguaje que hable sobre el mundo. En el cine italiano, Pasolini fue el epítome del intelectual público en un momento en que otros desarrollaban obras desbordantes de subjetivismo (Federico Fellini), formalistas (Michelangelo Antonioni) o historicistas y nostálgicas (Luchino Visconti). En realidad, estas últimas son tres actitudes distintas frente a la Italia de la segunda posguerra, tres maneras de enfrentarse al pasado.

Pasolini, por su parte, no puede olvidar el fascismo como una experiencia concreta, que dominó su infancia y su primera juventud. Nunca pensó que la mentalidad fascista hubiera quedado realmente superada. Aunque Pasolini es artista primero y pensador después, se trata de alguien que enlaza de manera precisa con tradiciones artísticas (no hay que olvidar que uno de sus referentes es el arte religioso) con las que establece un diálogo fructífero que deriva hacia lo social. Su marco conceptual para analizar el mundo que lo rodea es marxista (se definió en diversas ocasiones como un “marxista cristiano” y como un “cristiano no creyente”), y es a partir de aquí que sus películas, al menos durante los años sesenta, sitúan a los personajes en una dialéctica con el mundo que los rodea. Los personajes de Pasolini, desde Accatone, no son simplemente entes psicológicos, sino piezas sometidas a las estructuras de una sociedad que les domeña. En esta, su primer largo como realizador, pone el foco en los jóvenes proletarios, desposeídos, atrapados en dinámicas de las que no pueden escapar. Posteriormente, sin embargo, en Porcile y, sobre todo, en Teorema, dirige su mirada a una burguesía enferma heredera del fascismo. Teorema, cuyo título ya enmarca lo que el espectador tiene ante sí, presenta a una familia burguesa en la que quiere simbolizar la enfermedad de la Italia del milagro económico. La presencia de un intruso, un ser entre simbólico y sobrenatural, alterará las relaciones familiares y conducirá a una liberación con la que los personajes no siempre sabrán lidiar.

Incluso en sus obras más herméticas, Pasolini siempre estará interesado en estas dinámicas entre la sociedad y el individuo, dinámicas que Rafael R. Villalobos aplica a su producción en una obra como Tosca, que naturalmente podría haber recibido versiones fellinianas y que tuvo una producción dirigida por el propio Visconti. Pero donde Visconti veía trajes, joyas y a Maria Callas, Pasolini hubiera visto un mundo sometido al terror en el que los personajes empiezan con sentimientos firmes y terminan aplastados por un sistema que continúa funcionando incluso después de la muerte del dictador. No es casual que, para Visconti, Callas fuera Floria Tosca y, mientras tanto, Pasolini, admirador y amigo de Callas (en un momento de la producción se evoca su figura), la viera como la hechicera despechada Medea en su película de 1969. Algo de la ferocidad de Callas en esta película se transmite en esta producción de Tosca, perfecto canal de comunicación entre el mundo melodramático de Sardou, Puccini y sus libretistas Luigi Illica y Giovanni Giacosa, por una parte, y los mecanismos implacables y crueles del fascismo, por otra.

Pasolini sentía un verdadero desprecio por el modo en que veía evolucionar la cultura italiana de la posguerra. Sí, Benito Mussolini había muerto, pero era fácil detectar signos de que se trataba de una victoria pírrica. Mussolini podía encarnar y liderar el fascismo italiano, pero lo cierto es que las estructuras de la sociedad fascista, las emociones en las que se asentaba, continuaban vivas. Su preocupación por este diagnóstico hacia el final de su vida era casi obsesiva, y no solo se manifiesta en su película Salò o le 120 giornate di Sodoma, sino también en su novela inacabada Petrolio, que imaginaba una red de intereses tóxicos que amenazaba con apropiarse de la vida pública. En su última entrevista el día que fue asesinado en circunstancias bastante sospechosas expuso su punto de vista de que “todos estamos en peligro”. Hay, como él mismo detallaría en varios escritos, otro fascismo, que no viene representado por Mussolini, que se ejerce en los medios y en el funcionamiento general de la sociedad. Pasolini veía que el cambio, la modernización de Italia, en realidad, estaba abocando el país a una nueva versión del fascismo. Dejando de lado el paréntesis de sus películas “populares” de los setenta (conocidas conjuntamente como La trilogía de la vida), sus películas muestran esta evolución.

Incluso su muerte se encuentra rodeada de este conflicto entre una sociedad avanzada y un submundo turbio de políticos y empresarios, a veces relacionados con la mafia, que no acabamos de percibir, pero que corrompe las relaciones entre los individuos. La versión oficial con la que se cerró la investigación de su asesinato fijaba una narrativa que puede parecer demasiado conveniente, según la cual el director había sido atropellado repetidamente por Giuseppe Pelosi, uno de los jóvenes chaperos, modelos de sus ragazzi di vita, con los que mantenía relaciones. Podía haberse tratado de dinero, pero diversas narrativas moralistas confluían para desmitificar y desacreditar la figura de Pasolini. Una investigación periodística posterior, por otra parte, ha establecido que hay, al menos, serias dudas para confirmar esta versión oficial y que Pelosi pudo ser la herramienta de un sistema corrupto hasta la médula.

Salò fue su testamento cinematográfico y causó una gran controversia en su estreno: todavía hoy es una película difícil, y no sería erróneo sugerir que pocas películas han llegado tan lejos en la vívida representación de la crueldad y la violencia. Aunque evoca históricamente la efímera República de Salò en el norte de Italia hacia el fin del periodo fascista, hay también un elemento importante de reflexión que viene del Marqués de Sade. La obra de Sade, escrita bajo el influjo del terror, nos habla de sexo con una frialdad que lo hace brutal, mecánico, a veces insoportable. Lo erótico, que aspira al placer, se convierte en un infierno. Es lo que Pasolini aplica en su película. Dividida en cuatro episodios, que evocan los “círculos del infierno” dantesco, lo que cuenta se va haciendo más difícil de ver a medida que avanza el metraje, y termina en unos momentos que parecen evocar una pesadilla de El Bosco. Pero, al mismo tiempo, Pasolini utiliza un estilo visual exquisito, a menudo inspirado por la pintura renacentista religiosa, con momentos realmente bellos. No se puede entender Salò si ambos elementos no se leen en una relación dinámica, simultánea. Equilibrio y brutalidad, lo sublime y lo pavoroso coexisten.

Es, en definitiva, un diagnóstico sobre el modo en el que funciona el fascismo: una manera estética de despojar al ser humano de su dignidad y, en definitiva, de su humanidad.

La puesta en escena de Rafael R. Villalobos evoca algunas de las ideas del mundo de Pasolini en un fascinante maridaje con el mundo de Tosca. La Tosca de Puccini y Sardou no va sobre historia, no va “sobre” Italia, pero sí presenta a unos personajes sometidos a unas estructuras dolorosas, dictatoriales, contra las que se rebelan, pero que acaban destruyéndolos. Y aunque la obra suele interpretarse con atención especial a las emociones desbordadas, lo que aquí vemos es cómo las emociones acaban pisoteadas por los mismos mecanismos siniestros que conducen al final de Salò. Pensar en los términos que propone Pasolini en su cine y en sus escritos consigue despojarla del simple melodrama sentimental, que algunos expertos desprecian en esta obra. El mundo de emociones de Puccini queda así encerrado en estructuras precisas, agobiantes.

La inspiración de esta producción tiene una vertiente biográfica, con numerosas referencias a la evolución del propio Pasolini, artista y hombre público, que incluye la presencia de un Pelosi asesino que, como los jóvenes de su última película, forma parte del sistema. Como Tosca, Pasolini es un artista que de alguna manera cree en la fuerza de su arte para hacer las vidas mejores, pero que también acaba sometida a la acción de la historia, representada por un brutal Scarpia. De Salò, Villalobos ha tomado elementos como la crueldad destructiva que genera el fascismo, pero, lo que es más importante, ha tomado una estética. Esta crueldad no tiene el rebosante gusto barroco por cierta idea sensual de la escenografía que encontramos en otras producciones. De hecho, el espacio escénico, de un blanco casi impoluto, con fotografías magnificadas de la película de Pasolini, evoca obras de la arquitectura fascista a la vez que, en su movimiento circular, sugiere una maquinaria que poco a poco va atrapando a los personajes. Como el castillo de Salò, el espacio en esta Tosca es hermoso y frío, un marco para atrocidades. La evolución de Tosca y Cavaradossi aquí no es la de dos típicas figuras de melodrama, sino que reproduce el mundo tal como lo veía Pasolini: a pesar de sus fantasías y emociones románticas, ambos sucumben a las fuerzas oscuras de la historia y el melodrama se convierte en una tragedia que es también nuestra.

El otro aspecto que Villalobos toma del mundo del último Pasolini es el del cuerpo joven abusado por el sistema. La humillación del cuerpo joven es probablemente uno de los signos más poderosos con que el sistema corrupto mantiene el control de los ciudadanos. En esta producción, lo erótico y lo repugnante, la belleza y la violencia, se combinan para mostrar de manera vívida las consecuencias del terror. Los cuerpos en esta producción de Tosca, cuerpos jóvenes, cuerpos desnudos o vestidos con precisión y elegancia, en un marco en el que son a la vez víctimas y verdugos. Al traer estas ideas del mundo de Tosca, Villalobos nos recuerda que, ciertamente, “todos estamos en peligro”.