Sobre la producción

Un oratorio escenificado: la experiencia religiosa convertida en ópera

El Mesías, estrenado en 1742, es el oratorio más famoso de Händel, y una de las obras del compositor que Mozart revisó entre los años 1788 y 1790 para unas funciones en Viena. Este espectáculo, concebido por Robert Wilson como un viaje espiritual abstracto, recupera aquel arreglo de Mozart y escenifica, con un resultado emocionante, la historia del anuncio, la llegada y la ascensión a los cielos de Jesucristo.

El oratorio y la ópera son géneros cercanos, pero en el fondo muy distintos. Tienen en común el deseo de explicar historias en un espacio concreto y para un público receptivo, pero mientras la ópera se sirve de los recursos del teatro –vestuario, escenografía, luz, gestualidad dramática, etc.–, el oratorio se limita exclusivamente al ámbito del sonido y la palabra. Dicho de otro modo: en un oratorio no cabe la escenificación. Esta distinción tan rotunda tiene que ver, fundamentalmente, con el tipo de historias que se abordaban en cada espacio: tradicionalmente, el oratorio era para las iglesias y dramatizaba episodios de la Biblia –aunque no exclusivamente, también podía servir para celebrar la naturaleza, como en Las estaciones, de Haydn–, mientras que la ópera raramente ha tratado temas bíblicos –salvo excepciones notables, como la Salome de Strauss, por ejemplo–, y en otro tiempo no se consideraba adecuado convertir la palabra sagrada en un espectáculo.

Sin embargo, y de manera muy activa en el siglo XXI, varios directores de escena de la escuela posmoderna han empezado a transgredir la norma que establecía que no se debía escenificar un oratorio: al fin y al cabo, muchos de los títulos de Händel –Semele, Saul, Israel in Egypt– tienen un gran vigor dramático y podrían ser material operístico de primer nivel si no fuera porque su tema religioso les obligaba a ser otra cosa. Entre los directores que han buscado la manera de llevar un oratorio a escena está Robert Wilson, la figura principal de la renovación vanguardista de la ópera desde la década de los 70, y todavía hoy una de las figuras más deslumbrantes de la escenografía en el siglo XXI. Su versión de El Mesías partió de un encargo específico: el festival MozartWoche, que se celebra anualmente en enero en Salzburgo y que recupera obras poco difundidas de Mozart, y que le pidió trabajar en 2020 a partir de uno de los arreglos que éste hizo de varios oratorios de Händel. La elección de El Mesías era obvia: no sólo es el oratorio más conocido de todos los tiempos, sino también un reto atractivo, pues no tiene una historia predefinida y deja mucho margen para la interpretación.

Previamente, El Mesías había sido adaptado a la escena por Claus Guth –lo hizo en 2012 en Viena, coincidiendo con el 250º aniversario de la obra–, así que no era una misión imposible. Pero sí un trabajo delicado, ya que implica tomar decisiones artísticas arriesgadas, lo que no deja de ser la manera habitual de trabajar de Robert Wilson. Su carrera cubre ya más de 50 años de trabajo, y hay una serie de hilos conductores que se han mantenido constantes: a Wilson le gusta trabajar en espacios escénicos estáticos, con una paleta de colores predefinidos y un uso de la luz sin tonos intermedios, ya sea bañando por completo la escena o manteniéndola en una inquietante semioscuridad, y la gestualidad de los cantantes muchas veces se acerca a la mímica, incluso al estatismo escultural en la línea de las estatuas humanas de Gilbert & George, o explorando formas de teatro oriental como el kabuki o el noh japonés.

Cuenta Wilson que su manera de disfrutar de la música es con los ojos cerrados y, aunque pueda parecer algo paradójico en un director de escena, su idea del escenario perfecto sería aquel que estuviera completamente vacío y a oscuras. Pero como es preciso que en el escenario haya algo, él opta por crear marcos estáticos con una luz envolvente en la que los acontecimientos se suceden con la mayor economía de movimiento y acción. Esta manera de trabajar es ideal para El Mesías, una obra dramática sin acción ni historia, y en la que cada número –que reproduce textos proféticos de la Biblia o versículos de los Evangelios– es más un mensaje que una narración. Así, Wilson ha concebido una sucesión ininterrumpida de escenas con intención inmersiva en la que cada aria, recitativo o coro nos muestra a los cantantes caracterizados con ropas de tonos grises, envueltos en una luz celestial, y realizando acciones aparentemente arbitrarias: deambulan por escena, se mueven en barca, portan objetos. Así, la ausencia de acción no distrae de la ejecución musical, que hace que la grandeza de la partitura de El Mesías brille completamente. Los principales recursos escénicos para mantener la atención, de hecho, son el uso de los vídeos compuestos por Tomasz Jeziorski, y la presencia de un bailarín, Alexis Fousekis, que se convierte en el dominador del espacio en momentos culminantes como el coro del Hallelujah.

Para Robert Wilson, la escenificación de El Mesías debe cumplir un objetivo: transportar al espectador a un viaje espiritual que vaya más allá de cualquier religión oficial. Aunque es una de las obras principales de la música en la tradición cristiana, Wilson pretende que, sin renunciar a toda la simbología bíblica, este Mesías también emocione y llene de luz a públicos que no participen de una fe concreta. La fuerza de la música de Händel, que oscila entre la lentitud humilde y la victoria gloriosa, puede ir más allá de la representación del anuncio, la llegada, la muerte y la resurrección de Jesucristo, y apelar a otros anhelos colectivos de plenitud. En conjunto, la versión de Wilson termina siendo apasionante: número tras número, este Mesías es una experiencia transformadora gracias al poder de la música, la fuerza de la imagen y la interpretación abierta, universal, de su mensaje de esperanza.