Artículo

Amor sin normas ni culpas

Hombres y mujeres somos pecadores. Por eso Moisés bajó del Sinaí con unas leyes grabadas en unas tablas de piedra en las que se prohibía, entre otras cosas, el adulterio. Herencia de la tradición judeocristiana, aquellos preceptos han pasado a ser normas morales en el mundo occidental. Pero, por desgracia, hombres y mujeres nos dejamos gobernar por instintos y emociones que vulneran aquellas reglas. La moral burguesa acepta las transgresiones, siempre que no trasciendan ni sacudan la arquitectura construida de hipocresía.

La literatura ha dado grandes obras que radiografían los amores prohibidos en conflicto entre la moral y el deseo. Madame Bovary, de Gustave Flaubert, por ejemplo, o La Regenta, de Leopoldo Alas, conocido como Clarin. ¿Es Pelléas et Mélisande, la ópera de Debussy y la obra de teatro de Maurice Maeterlinck adaptada por el compositor, la historia de un amor prohibido entre los dos personajes del título? De entrada, sí, pero la historia de estos dos amantes también explica la violación de otras normas más inquietantes que la simple historia de un triángulo amoroso y la ausencia del sentimiento de culpa.

En el terreno musical, Richard Wagner, que no se asustaba por nada, se adentró desde muy temprano en el terreno de la infracción de las normas morales. Su primera ópera representada, Das Liebesverbot (La prohibición de amar), ya era un canto a la libertad sexual. Años después, el compositor presentaba sin ambages el enamoramiento apasionado y consumado entre dos hermanos, Siegmund y Sieglinde, fruto del cual nacería Siegfried, el héroe que debía salvar al mundo.

Sin embargo, sería Tristan und Isolde la ópera en la que Wagner rompía con toda convención para presentar el amor absoluto, el amor hasta la muerte de los dos amantes que en su pasión desatada traicionan al tercero de la ecuación triangular, el rey Marke. El propio compositor, casado todavía con Minna Planner, vivía un enamoramiento prohibido mientras escribía esta gran ópera, el de Mathilde Wesendonck, esposa de su mecenas, Otto Wesendonck, aunque no parece que la pasión se consumara. La que sí se consumaría y acabaría en matrimonio fue la relación de Wagner con Cosima, iniciado cuando ella todavía estaba casada con el director Hans von Bülow, que estrenaría precisamente aquella ópera.

Como en tantas otras cosas, Wagner creó escuela en la representación de los amores no canónicos. Timothée Picard, autor de varios estudios sobre el compositor, señala la influencia que tuvo Tristan en obras de autores teatrales, todos ellos más o menos coetáneos, pero alejados geográficamente. Cita Axël, de Auguste Villiers de L’Isle-Adam, y Partage de midi, del también francés Paul Claudel; The shadowy waters (Las aguas tenebrosas), del irlandés W. B. Yeats; Parisina, del italiano Gabriele D’Annunzio; La rosa y la cruz, del ruso Aleksandr Blok, y, naturalmente, Pelléas et Mélisande de Maeterlinck, la obra que nos ocupa y que Debussy convertiría en una ópera extraordinaria y la única que terminó para el teatro.

Todas estas obras tienen numerosos puntos en común con la de Wagner: un marco medievalista; el protagonismo de una pareja ilegítima cuyo amor es exaltado por la existencia del esposo legítimo; la presencia del agua, el contraste entre la luz y la noche, las antorchas... Picard también ve una referencia wagneriana en la musicalidad de los nombres. En el caso de Pelléas et Mélisande, por ejemplo, cita la relación sonora entre Isolde/Mélisande, Marke/Arkel o Morold-Melot/Golaud.

No obstante, a pesar de las similitudes, existe una gran diferencia entre la obra de Wagner y las de los dramaturgos simbolistas citados, aunque había un estrecho vínculo entre estas y las de Wagner. El compositor alemán era un exponente del Romanticismo que, entre otras cosas, inflamaba las relaciones amorosas, que acababan reclamando algún tipo de expiación, mientras los dramaturgos simbolistas se movían en un terreno dominado por la ambigüedad de las emociones.

Superado ya el naturalismo, los decadentistas-simbolistas, situados justo en medio del cambio de siglo, optaron, en palabras de Jordi Coca en la introducción de la traducción que hizo de cuatro obras de Maeterlinck, por un misticismo radicalmente pesimista, según el cual la voluntad humana no tenía ninguna incidencia en los hechos fundamentales. Coca incluso añade que para los simbolistas “el hombre estaba solo ante el enigma de su existencia, sin moral posible, sin compromiso, confrontado con la muerte y con el gouffre (abismo) como única posibilidad de aventura trascendente”.

El dramaturgo belga definía el movimiento del que fue uno de los principales artífices, diciendo que se opone a la exteriorización de las aventuras melodramáticas y que no se trata de la lucha de un ser contra otro ni de la lucha de un deseo contra otro deseo. De lo que se trata es de mostrar un alma en sí misma.

¿Y cómo se hace esto si todo son emociones evasivas, imprecisas, si no interesan ni la psicología de los personajes ni el retrato de las situaciones que viven? En el fondo los simbolistas hacen un poco de trampa, porque en sus obras, y también en el caso de Pelléas et Mélisande, hay unos protagonistas que quizá no siempre son víctimas de las situaciones, sino las crean y protagonizan. Si la divagación y la ambigüedad simbolistas van por encima, por debajo hay un mar de fondo con una potente carga melodramática.

El propio Maeterlinck en Le tragique quotidien (La tragedia de la vida), un texto en el que definía el teatro simbolista, reconocía que hay una tragedia cotidiana más real y más vinculada a la existencia auténtica que la tragedia de los actos heroicos. Y Debussy decía que, a pesar de su atmósfera de sueño, el drama de Pelléas “contiene mucha más humanidad que los supuestos documentos de vida”.

La filósofa Julia Kristeva, en un ensayo publicado originalmente en el programa de las representaciones de esta obra que se hicieron en la Ópera de París durante la temporada 1997-1998, desnuda aquella ambigüedad cuando dice provocadoramente que estamos ante un “vodevil burgués aparentemente pasado de moda en el que el barítono ama a la soprano, que a su vez ama al tenor, que también la ama, pero sin final feliz”. De hecho, acaba mal, con la muerte de los amantes, Pélleas, matado por Golaud, hermano y marido de Mélisande, y ella, herida ligeramente, pero, como Isolde, muerta de amor, solo en este caso después de dar a luz a una niña habiendo delirado durante unos cuantos días.

Este es el esqueleto de la obra, el de un triángulo muy prosaico, pero no todo se reduce a la trivialidad de unas relaciones y de su trágico desenlace. Según Kristeva, Pelléas et Mélisande se mueve entre lo que es banal y lo que es sagrado, se sitúa en esta frontera. Si, por una parte, existen unos usos burgueses como, por ejemplo, la envidia entre hermanos, también se encuentra una aspiración amorosa que colorea la pasión. Lo que canta la música ‘hablada’ de Debussy es el destino humano, como el de todo el mundo, de los protagonistas.

En esta frontera se observa un aspecto que demasiadas veces queda en segundo plano supeditado a los efluvios amorosos y es el de la violencia. Este triángulo pedestre que configuran Golaud, Pelléas y Mélisande acaba en una tragedia nada diferente de la de tantos delitos de violencia de género que se producen con una frecuencia insoportable.

Esta brutalidad, sin embargo, no es el punto final de la obra. Se encuentra ya en su inicio, cuando Mélisande aparece por primera vez. No se sabe quién es ni de dónde viene, pero lo que queda claro es que la atemoriza un recuerdo espantoso del que quiere huir y por eso no quiere hablar. Teme la palabra, pero sobre todo el contacto físico. Puede haber sido víctima de un abuso y se puede ver en ella, como el académico de lengua y literatura francesas Mario Richter, la víctima de una violencia que se disimula en la normalidad de las convenciones sociales. “Mélisande —dice-- se resigna a casarse con Golaud por necesidad de protección, por espíritu de sumisión”.

También está la violencia psicológica que Golaud ejerce sobre el hermano amenazándolo con un destino terrible si no para su amor por Mélisande. Pero todavía hay otra violencia más terrible, ya que la víctima es un niño. Es la que ejerce también Golaud sobre su hijo Yniold, nacido del primer matrimonio, cuando lo obliga de manera furiosa a espiar a los dos amantes.

¿A Pelléas y Mélisande les preocupan las normas sociales? ¿Su infracción les produce un sentimiento de culpa o de pecado? Pues no, porque, según el filósofo Eugenio Trías, en el momento del triunfo del simbolismo el hombre ha sustituido la voluntas por la voluptas. El erotismo, fetichista o no, del que es ejemplo Les chansons de Bilitis, de Pierre Louÿs, amigo de Debussy, que pondría música a algunos de aquellos poemas, ha configurado un nuevo espacio en el que “la culpa, la expiación, el castigo y la redención dejan de tener sentido en su condición de hitos de un argumento narrativo o musical”. Según Trías, el erotismo es tan intenso e impregna de tal manera el argumento dramático y musical que, insiste, “éste se enjuaga y purifica de toda la ciénaga moral decimonónica de culpas y de sentimientos de pecado, y de ansias de expiación y redención”. Se ha acabado la retórica wagneriana y schumanniana.

Lo que no acaba en la realidad es la capacidad de vodevil, concepto adoptado de Kristeva, porque el propio Maeterlinck protagonizó uno muy sonado al querer imponer a su amante, la actriz Georgette Leblanc, para el papel de Mélisande en el estreno absoluto de la ópera, sin conseguirlo. La indignación del dramaturgo fue tan grande que puso un pleito para intentar prohibir las representaciones, amenazó a Debussy con un bastón renegando de la paternidad de la obra que el compositor había transcrito de manera fiel a su partitura, y en una carta publicada en el diario Le Figaro dos semanas antes del estreno, deseaba su fracaso y que este fuera “rápido y estrepitoso”. Maeterlinck y Leblanc, una mujer casada, se habían conocido en 1895 y, a pesar de pertenecer ambos a familias católicas, vivieron juntos desde entonces hasta 1918. Después, el dramaturgo la abandonaría para casarse con otra actriz, 30 años más joven que él. Todo en orden.