Sobre la obra

La primera ópera del siglo XX y la búsqueda de un nuevo lenguaje

En varios aspectos, Pelléas et Mélisande puede considerarse la primera ópera moderna, la que abre el turbulento periodo del siglo XX, y de entre esos aspectos, el cronológico es el menos importante. Debussy estrenó la obra en 1902, pero en realidad venía trabajando en el proyecto de poner música al drama simbolista de Maurice Maeterlinck desde 1894, cuando empezó a esbozar la música para una de las escenas, la muerte de Pelléas. La lentitud en el avance del trabajo de Debussy no se debió tanto a una falta de tiempo o de interés por parte de Maeterlinck, sino a la incomodidad del compositor con el resultado que estaba obteniendo: Debussy quería alejarse lo máximo posible de la influencia de Wagner, y los primeros resultados de su Pelléas et Mélisande caían una y otra vez en la sonoridad épica de óperas que él había escuchado en París, como Die Walküre. Debussy admiraba a Wagner, pero no quería caer en la trampa de la imitación –los cromatismos, los leitmotivs, etcétera–; solo pudo avanzar en la música de Pelléas et Mélisande cuando optó por la suavidad en lugar de la fuerza, un rasgo que, en verdad, ya estaba en sus piezas para piano y sus primeros poemas sinfónicos, como Prélude à l’après-midi d’un faune, inspirado en un poema de Mallarmé.

En cierto modo, Pelléas et Mélisande es como observar la obra de Wagner desde una perspectiva diferente: la melodía es infinita, la historia es ambigua y simbólica, remite a un mundo antiguo, y su tema –un triángulo amoroso envenenado en el que los amantes solo pueden encontrar plenitud después de la muerte– es muy próximo al de Tristan und Isolde. Y, sin embargo, el lenguaje musical y el enfoque eran nuevos, abundan en la crisis del sistema armónico tonal que marca toda la música moderna del siglo XX, y Debussy logró construir un mundo propio. La historia se sitúa en un espacio simbólico, el reino de Allemonde, fuera del espacio y del tiempo. Allí reina el viejo rey Arkel, que está próximo a la muerte, y ha nombrado heredero a su nieto, Golaud. Golaud descubre una noche en el bosque a una mujer misteriosa que ha aparecido allí sin previo aviso; se ha perdido y nada se sabe de ella salvo su nombre, Mélisande. Golaud la lleva al castillo y se casa con ella. Mientras tanto, Mélisande conocerá al medio hermano de Golaud, Pelléas, un joven inocente, sin experiencia –recuerda en muchos aspectos, también, al Parsifal de Wagner–, y la atracción entre ellos se va volviendo más y más fuerte. Finalmente, se enamoran; Golaud descubre el engaño y, en el tramo final de la obra, mata a Pelléas. Pero nunca conseguirá a Mélisande: tal como vino, ella se irá, sin revelar información; escapará hacia la muerte para reencontrarse con Pelléas.

Debussy hizo algo nuevo en esta ópera, y fue respetar el texto original de la obra de teatro de Maeterlinck para construir el libreto. Salvo algunas escenas que se cortaron para no extender demasiado su duración, la ópera es el drama de Maeterlinck palabra por palabra, con una música flotante, onírica, y eso influye notablemente en la manera de cantar: no hay versos con métricas estables que permitan construir melodías en la tradición francesa o belcantista, así que los personajes declaman más que cantan; Richard Strauss, en su ópera Salome de 1905, hizo algo semejante con la obra de teatro de Oscar Wilde. Todo ello añade aún más misterio a una obra que debe interpretarse en clave: en Pelléas et Mélisande cada aspecto de la historia es simbólico –el castillo es una prisión; el bosque, un laberinto, y más allá del bosque está la muerte, que es la libertad; los cabellos largos de Mélisande son una alegoría de su sexualidad; el agua es muerte y resurrección, etcétera–, y por eso no hay que usar la razón, sino el lenguaje de la poesía, para entrar en ella y sentirla como la obra maestra que es.